En mis sueños, los zapatos aparecen constantemente. Y, al despertar tengo un sentimiento de tranquilidad, en ocasiones de tristeza, en otras de nostalgia o de franca consternación
Los zapatos, en sus diferentes modelos, color, tamaño, estado físico, textura, siempre me han contado historias de las personas que los calzan. Nunca he simpatizado con esa terrible sentencia clasista que señala que como te ven te tratan. No me refiero a eso. Sin embargo, desde niño veía cómo mis zapatos baratos y deformes contrastaban con las alfombras limpias y elegantes de algunas de las casas de mis amigos. Pero también, desde muy temprano supe comprender lo que dicen los zapatos. Los zapatos cómodos, anchos y delicados de los viejos, consienten esos pies que han caminado, de ida y vuelta, la longitud de una vida. Las puntas laceradas de los zapatos de los niños gastan, en la simetría que brinda el juego, la piel de su calzado y la de sus rodillas. El zapato modesto de la gente que nomás no la ve llegar, gastado de los lados, de las fronteras que brindan apoyo, y que ignoro por qué razón, dan la apariencia perenne de intentar ocultarse entre las mangas del pantalón o a la sombra de la falda. En mis sueños, los zapatos aparecen constantemente. Y, de acuerdo con lo que haya soñado, al despertar tengo un sentimiento de tranquilidad, en ocasiones de tristeza, en otras de nostalgia o de franca consternación, pero rara es la vez que la presencia de un par de zapatos me es indiferente.
(IMAGEN: Archivo: Van Gogh. Drei Paar Schuhe/ Wikipedia)