En el corazón de la Ciudad de México hay varios lugares que son un verdadero tesoro gastronómico. Uno de ellos es el Centro Histórico, y es allí donde se puede encontrar a las chilmoleras. Mujeres que, con sus delantales y sus sombreros, son las guardianas de una tradición culinaria que se remonta a siglos atrás y que se niega a dejar de existir.
Las chilmoleras eran y son las mujeres encargadas de preparar chilmoles, o enchiladas, en pequeños e improvisados puestos callejeros, muchas veces afuera de las pulquerías. Estas enchiladeras hacen salsa muy picante para bañar tortillas previamente fritas en manteca. Tortillas y salsa se integran para, juntas, acompañarse con un huevo o algún tipo de carne.
Ellas todavía están en las inmediaciones del mercado de La Merced, en la Lagunilla y en Tepito. Son las mujeres que preparan los chiles que le dan sabor y vida a los platillos que se sirven en las banquetas, fuera de una cantina o donde ellas se pueden acomodar con una o dos canastas llenas de viandas, tortillas y botes de plástico llenos de salsa picosa.

El chilmole es una receta antigua. Su preparación es muy tradicional, y en el sur de la República todavía se cocina bajo tierra. Originaria de Yucatán, esta preparación es un manjar hecho a base de chiles que le dan sus dos características principales: ser muy picoso y ser de color bastante oscuro. Su exquisito sabor es otra de sus características.
Pero las chilmoleras no son solo cocineras. Son también artistas que, con sus manos habilidosas y su creatividad, crean verdaderas obras de arte. Cada chile que preparan es una pequeña joya que explota de sabor y color en la boca. Sin embargo, y a pesar de su importancia en la cultura culinaria, las chilmoleras son especie en peligro de extinción.
La competencia dispareja que les ofrecen las cadenas de restaurantes de comida rápida ha hecho que muchas de ellas hayan tenido que dejar sus puestos y buscar otras formas de ganarse la vida. Aún hay esperanza: hay chilmoleras que siguen luchando y preparando sus chiles con amor y dedicación, y personas que siguen comprando sus ricos productos.
Consecuentemente, la próxima vez que la oportunidad nos lleve a las zonas de la capital del país donde todavía existen las chilmoleras, hay que visitarlas. Probar sus chiles y sus guisados, lo que significa apoyar su trabajo y permitir su permanencia, es una verdadera experiencia, tan válida e importante como asistir al mejor restaurante de la gran ciudad.
Como todo, la historia de las chilmoleras tiene un origen. Crónicas del México que ya no es, porque la modernidad y la globalización lo hicieron evolucionar hasta lo que es hoy, datan su surgimiento en el siglo XVIII. El nombre de chilmolera se derivaba del náhuatl chilli: chile y molli o mulli: guiso, mezcla o salsa. No cualquiera podía ser una chilmolera.
El oficio de chilmolera requería de muchos años de preparación. Las niñas que aspiraban a ser eso cotidianamente observaban con atención a sus madres o abuelas que ya estaban consagradas y acreditadas como chilmoleras. A la preparación había que añadir una buena sazón (que no todas ni todos tienen), habilidad, paciencia y amor al acto de cocinar.
El dato curioso es que esas mujeres, durante muchísimos años, fueron atentas, comedidas, respetuosas y consideradas confidentes, consejeras y sicólogas de muchos de sus clientes que acudían a ellas no solamente para comer sabroso y barato, sino para desahogar con ellas sus penas, sufrimientos y situaciones que los convirtieron en borrachos o mendigos.
Con el paso del tiempo, lejos de ser valoradas y reconocidas por ese valioso servicio social gratuito que ofrecían a quien lo solicitaba, fueron criticadas por las personas que las veían como seres insalubres, de poca educación y nula formación académica. De esa forma, “chilmolera” se tornó sinónimo de insulto; significando chismosa, indiscreta o entrometida.
Ciertamente, las chilmoleras estaban al tanto de chismes y noticias de la gente que acudía a sus puestos. Eran muy comunicativas y cultivaban el hermoso arte de charlar, por lo que no era raro que, tan pronto como podían, esparcían por todo el barrio la información que se les había confiado lo mismo que aquella que habían escuchado “accidentalmente”.
En ese sentido, en los barrios bajos de la Ciudad de México del siglo XX se acuñó un derivado de chimolera: “chimiscolera”, aunque el Diccionario Breve de Mexicanismos de Guido Gómez de Silva, dice que la palabra se deriva de “chimiscol”, que es “trago” o “cucharada” en náhuatl. También se usa para designar a quien es afecto a comadrear.
Ocasionalmente, dos o más chilmoleras coincidían en el mismo punto. Afuerita de una pulquería, de un mercado, o algún otro sitio donde la gente acudía en grupos numerosos. Cuando el hambre arreciaba, esas personas se acercaban a las chilmoleras, y en cuclillas, literalmente agachados, comenzaban a comer. No había mesas y mucho menos bancos.
Así, a la par que las chilmoleras, surgieron “Los Agachados”, fondas al aire libre donde de cara a las cazuelas rebosantes moles, chiles, carnes de dudosa procedencia, frijoles, patas y pescuezos de pollo, enchiladas, arroz, habas y huevos hervidos, se podía comer sabroso y calientito por menos de un peso. Hoy, esas fondas al aire libre ya no existen.