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SETENTA BURRITOS PARA VOLVER A CASA: HUMBERTO MARTÍNEZ Y SUS ANIMALITOS TALLADOS EN MADERA

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No importa si el día es caluroso y el sol quema, si está nublado y las nubes grises amenazan con llorar, o si hace frío y las manos se entumecen ávidas de calor: Humberto Martínez siempre está ahí. En las escalinatas de la Basílica, con sus decenas de burritos y cerditos de madera acomodados en los escalones junto a él.

Algunos llevan flores, otros huacales; están los que cargan jícaras de barro, mientras que los cerditos esperan pacientemente en su corral hecho de palos de madera a que alguien les brinde un hogar.

La gente se detiene a verlos, sonríe, los sostiene con gran cuidado, como si estuvieran vivos. Humberto sigue tallando pacientemente. Su rostro tostado por el sol permanece impasible, en tanto sus manos morenas siguen cortando madera para dar forma a unas orejas, al cuerpo gordo de un chanchito, o a la cabeza de un burro que surge, como por arte de magia, de un trozo que antes no tenía forma.

Después de trabajar en el campo, al agotarse esas posibilidades laborales, optó por elaborar estas pequeñas piezas artesanales.

—Venimos de un rancho que se llama Peña Blanca, rumbo a San Miguel Allende. Estamos en medio de San Miguel y San Martín de los Terreros —relata—. Mucho tiempo trabajé ahí cortando brócoli…

Una pequeña voz interviene y le recuerda:

—¡Y lechuga!

Es José Tadeo, su hijo, un pequeño de unos tres o cuatro años que lo acompaña. Frente a ellos, a escasos metros, está su esposa, amamantando a su bebé mientras corta madera para dar forma a los cuerpos de los animales. Nos escucha en silencio, a veces sonríe y desvía la mirada para ver a su pequeño.

—Lo que pasa —prosigue Humberto— es que después escaseó el trabajo y ya no hubo mucho. Me dijeron que ya, que hasta que me avisaran… y pues, uno tiene que buscarle para comer.

De eso hace más o menos dos años. El hombre duda, no había pensado hasta ese momento en el tiempo que ha dedicado a la fabricación y venta de sus burritos.

—Tengo como un año… ¡No!… Dos años vendiendo aquí, más o menos… No sé… hace ya un buen rato.

Deja su labor para mostrar sus burritos a una pareja que se acerca. Les explica que cuestan 70 pesos, y que traen cargando flores, jícaras o huacales. La pareja se marcha sin comprar, y Humberto, sin inmutarse, saca más madera de su morral y continúa tallando.

—Cuando se acabó el trabajo, mi papá me decía siempre que hiciera burritos para vender. Yo le contestaba que ya no se vendían. Aun así, me enseñó. Él los hacía. Hace tiempo lo dejó. Y desde entonces, aquí ando haciendo los burritos. Y sí, sí sale para comer.

El oficio de tallar animales de madera es una tradición artesanal que ha perdurado, y que es común en municipios como Dolores e Irapuato. Así como él, hay otros dos o tres artesanos de burritos en el centro. Le pregunto si todos son familia. Me dice que no con la cabeza, mientras su navaja sigue rebanando madera.

—Somos de diferentes familias, no venimos de una misma. Vivimos en los ranchos de por allá mismo, pero nos conocemos de andar vendiendo juntos. A mí solo me acompaña mi familia: mi esposa y mis dos niños.

Venir a Guanajuato con su familia y su mercancía implica que salgan temprano. Dependen de la buena voluntad de las camionetas que pasan para que los lleven. En un tiempo en el que confiar en los demás no es lo más recomendable, ellos se amparan en la fuerza que les da estar juntos y emprenden el camino.

—Es que lo que pasa es que antes sí había camiones que venían de San Miguel para Guanajuato. Nos subíamos en las paradas. Pero ahora quitaron el camión y nos venimos en puro raite para llegar a los camiones que vienen de Juventino. Venimos batallando, no crea. Cuando me toca suerte y me echan un raite pronto, en una media hora llego al entronque donde me levantan los camiones. Pero a veces no se quieren parar, y venimos batallando. Sobre todo, porque con mis niños es trabajoso. Luego, como ahorita, que en estos tiempos también llueve, es difícil.

Llegar a Guanajuato es solamente uno de los desafíos, el primero de varios a los que se han de enfrentar en una jornada que no saben si será de un día o de varios.

—Siempre estoy afuera de la Basílica. Aquí es donde me dan chance de vender burritos, porque en otros lugares sólo nos andaban levantando. Aquí es donde hemos estado. Y es un buen lugar. Siempre me traigo unos 70 burritos pa’ que me salga. Si traigo poquitos, no me conviene.

Después sigue la espera, la inmovilidad. El paso de las horas con la incertidumbre de no saber si será un buen día, en todos los sentidos.

—Se enfada uno de estar aquí —explica Humberto—. En veces, cuando nos va bien, nos vamos pronto, y cuando no, aquí duramos hasta unas tres noches. Aquí nos quedamos. Si no hay una buena venta, no me conviene ir y venir diario. Tengo que sacar la mercancía para poder regresar.

Y si eso no sucede, cuando cae la noche, deben rentar un cuartito para descansar y volver a esas escalinatas que se han vuelto una extensión de su hogar, en las que José brinca, juega con otros niños y convive obedientemente con sus padres, mientras que el pequeño Humberto crece entre los brazos de su madre y el aroma a madera recién cortada.

—Cuando nos quedamos aquí a dormir, rentamos un cuartito allá cerca de la Alhóndiga, para arriba.

—En el Callejón del Muerto —interviene José.

Bromeo con él y le pregunto si no le da miedo quedarse en un callejón con ese nombre. José se ríe y se aleja para brincar y corretear a las palomas.

—Dicen que así le llaman, el Callejón del Muerto —prosigue Humberto—. Ahí rentamos un cuartito.

Entonces, se me ocurre preguntarle a Humberto: Si tú hubieras podido elegir qué hacer, ¿qué hubieras sido?, ¿cuál es tu sueño? Permanece en silencio, pensando un poco en su respuesta.

—No, pues… muchas cosas —dice finalmente—. Para vivir, para pasarla. Hay muchas formas. Yo todo el tiempo he trabajado en el campo sembrando. Ahora que ya le hallé a los burritos, cuando nos va bien, sí sacamos lo de la semana. Pero cuando no, batallamos para vender. En vacaciones se venden pronto los burritos, y podemos irla pasando.

Ahora soy yo quien se queda un momento en silencio. Su respuesta me hace pensar en las coincidencias y disidencias de las palabras vivir y sobrevivir. Pudiendo soñar con tantas cosas, aquel hombre solo aspira a que él y su familia tengan lo suficiente para no batallar ni carecer… un día a la vez.

Humberto me vuelve a la realidad. Después de su propia meditación, afirma:

—Me da gusto hacer mis burritos porque no cualquiera los hace. Así como los ve, son difíciles de hacer. A veces la gente que los mira dice que están muy fáciles, pero no es cierto. Son difíciles.

Setenta burritos es la meta para volver a casa y dormir en sus propias camas.

Nos quedamos un rato conversando después de la entrevista, platicamos de los lugares de los que cada uno venimos. Me habló de esta que es su familia actual. Los hijos que tuvo de su matrimonio anterior ya están grandes. Me dice con orgullo que el pequeño se llama como él: Humberto.

Al despedirnos, y aun mientras escribo este texto, pienso que esta entrevista es una de las más cortas que he realizado. No es fácil lograr que Humberto se explaye en sus respuestas. Y, sin embargo, me compartió tanto, me dejó pensando en tantas cosas. ¿Cuántas manos como las de Humberto sostienen tanto sin que lo notemos?

Setenta burritos es la meta para volver a casa y dormir en sus propias camas… o quedarse fuera de ella, uno, dos, tres o los días que hagan falta. Y mientras me alejo, pido que, por favor, esos setenta burritos y la docena de cerditos que los acompañan sean vendidos para que las sonrisas que esbozan quienes se acercan a verlos aparezcan ahora en el rostro de Humberto y su familia. Para que puedan regresar, vivir, irla pasando…

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