Inicio Temas Equis CUANDO LLEGAN LAS LLUVIAS

CUANDO LLEGAN LAS LLUVIAS

0

Los arroyos resurgentes en las callejuelas y cerros reaniman la cotidianidad cuevanense

La relación de la ciudad de Guanajuato con el agua ha sido ambivalente a lo largo de la historia. Por un lado, terribles inundaciones han dañado en varias ocasiones el casco urbano, al grado de que numerosos inmuebles, derrumbados por la fuerza del agua, jamás fueron reconstruidos, por lo que se levantaron nuevas edificaciones sobre restos de las anteriores, dando origen a espacios ocultos, muchos de los cuales, al paso del tiempo, fueron redescubiertos para ser transformados en inverosímiles habitáculos, bares subterráneos o útiles sótanos.

Cabría suponer que, ante esos destructivos torrentes, la gente temiera siempre la llegada de las lluvias. Sin embargo, no es así. Debido a que la ciudad igualmente ha sufrido sed durante largos periodos, contemplándose incluso en alguna ocasión la posibilidad de evacuar el asentamiento por falta del vital líquido, el comienzo de la temporada pluvial suele ser esperado con ansia, aun más en la actualidad, cuando el cambio climático ha elevado la temperatura ambiental y la creciente población y el turismo incontrolado exprimen al máximo los sobreexplotados acuíferos.

Caída del agua en el Paseo de la Presa. En la siguiente imagen, niebla sobre el Centro.

Es tanta la expectativa por el temporal anual, que la principal fiesta de la ciudad está dedicada a San Juan, el santo católico de las lluvias (equivalente al Tláloc indígena), celebrándose a partir del 24 de junio. Es verdad que, en años buenos, las primeras precipitaciones caen desde abril; en los malos, hasta julio, según el cambiante humor del clima. Entonces, las tormentas, trombas o simples lloviznas no solo mojan, sino limpian las avenidas, los callejones se vuelven alegres y aparatosas riadas que descienden en saltarinas cascadas y, todavía en nuestros días, el agua hace de las suyas y aprisiona a los automóviles que tienen la mala fortuna de circular durante el chubasco.

Lluvia sobre el tramo inicial de la afamada Calle Subterránea Miguel Hidalgo

Llega el momento de dirigir la atención a las presas, particularmente, a las tres utilizadas como depósitos de agua potable: la más antigua llamada La Esperanza y las otras dos más recientes conocidas como La Soledad y Mata, pues de ellas depende en gran parte el consumo en los hogares y negocios. No obstante, como dichas estructuras se localizan fuera de la mancha urbana, sirven como mejor parámetro los embalses recreativos de San Renovato y la Olla: si sus respectivos vasos de captación se llenan, también lo harán los otros y habrá líquido suficiente al menos por un año más.

Presa de Mata, una de las tres que surten agua potable a la ciudad. En la segunda fotografía, El Encino, al amanecer de un día lluvioso.

Hace algunos años, en cuanto comenzaba a llover, era común organizar un día de campo con la familia o amigos, llegar a algún paraje cercano y bañarse en alguno de los muchos arroyos que descienden de las montañas, pero actualmente la contaminación y el avance urbano han causado la desaparición de muchos cursos de agua o los han convertido en tiraderos de basura. Sin embargo, aún quedan: los cauces que nacen en Los Picachos, el río del Tajo de Adjuntas o la corriente del Orito son restos del esplendor pasado, pero otros, como Las Piletas, Durán o La Quinta, son un mero recuerdo, rodeados de edificaciones e invadidos por desechos de todo tipo.

Resurgen los arroyos y las cascadas.

De cualquier manera, la lluvia deja en Guanajuato una sensación de frescura y limpieza. Desde las alturas de callejones y azoteas, es posible ver las oscuras nubes en plena descarga. Cortinas líquidas enturbian el paisaje mientras se liberan de su húmedo tesoro. Los adoquines relucen de día y reflejan el fulgor de las farolas durante la noche. El límpido cielo permite que el lejano brillo de las estrellas sea más intenso. La Luna refulge, las plantas de los parques reviven y avivan sus colores. Aquí y allá, se forman pequeños charcos en los que beben aves e insectos y donde travesea uno que otro niño.

Las huellas de la precipitación nocturna.

En lo profundo de la noche, truenos y relámpagos estremecen el cielo y también las almas temerosas de los humanos; los rayos centellean y alumbran por un instante el perfil de los cerros. La tromba se desata. Al alba, la niebla extiende sus finos hilos por encima de la cañada. Cobra validez el viejo dicho de las abuelas: “¡Qué bonito es ver llover y no mojarse!”. Y sí. En el fondo, se sabe que, pese al estruendo, a la tormenta eléctrica, a las goteras ocasionales, a la ropa que tarda en secarse, a los zapatos mojados y a alguna eventual empapada, el tiempo de lluvias es signo del resurgir de la vida.

Tormenta sobre la ciudad, desde Santa Teresa. En contraste, lluvia sobre la Alhóndiga de Granaditas, en la segunda fotografía.

SIN COMENTARIOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Salir de la versión móvil