¿Es uno quien escoge a qué dedicarse o es el oficio, la profesión la que lo escoge a uno?
Mirando hacia atrás los años previos no es difícil reconocer el influjo de la experiencia en la configuración de la persona que uno es. Habituada a ser quien es, la persona se reconoce en lo que hace y en lo que tiene. Desandar los pasos, sin embargo, constituye la posibilidad de proveer una comprensión acentuada de un itinerario vital. Hace las veces de hilván que une los puntos distantes de una biografía llevando la mirada a reconocer cuánto de espontáneo o de meditado hay en una elección vocacional. ¿Es uno quien escoge a qué dedicarse o es el oficio, la profesión la que lo escoge a uno? ¿Qué tanto de ello puede escudriñarse en esta entrevista?
Eres oriundo de Guanajuato, ¿cómo fue tu formación básica?
—Fui a las escuelas públicas de Guanajuato. La primaria en la calle Alonso, frente al actual Mesón de San Antonio, se llamaba Escuela Anexa Librado Acevedo. Se llamaba así porque estaba anexada al edificio de educación del estado que fue sede de la SECyR y que hoy es un edificio dedicado a las artesanías en la Plaza de la Paz. Yo vivía en la Calle de la Alhóndiga, la calle empedrada que se llama ahora 28 de Septiembre, antes de que se transformara la Explanada como la conocemos hoy. El kínder lo hice en lo que hoy es el Museo del Pueblo, al que se entraba por la puerta lateral en la subida de la Calzada de Guadalupe. Me recomendaba mi abuela que al irme fuera pegado a la pared. Entonces yo me iba arrastrando los dedos por toda la pared hasta que llegaba. No había necesidad de que alguien te llevara. Era un pueblo pequeñísimo, cuasi deshabitado. Entonces esas imágenes matutinas de la ciudad, las lluvias, los atardeceres… Recuerdo que en una ocasión le dije a mi madre que yo no jugaba en el patio, que tenía un brocal, porque la luz me dolía.
¿Qué hay en tu memoria de ese tiempo?
En la primaria teníamos un horario de 9:00 a 12:00 y de 3:00 a 5:00. Al llegar a mi casa nos recibía una puerta con llaves de las grandes, y al abrirla había un cuarto realmente oscuro. No tenía ventanas pues los inmuebles colindantes estaban perfectamente adosados. Lo único que podíamos hacer era abrir las puertas para que entrara la luz y se ventilara la casa. Cuando llegaba, obviamente entraba a esa cámara oscura. Y entonces yo jugaba con mis amigos viéndolos. A través de la gran ranura de la chapa se filtraba la luz cenital del día y formaba la misma imagen en ese cuarto obscuro. Como estaba al revés la imagen, me acostaba en el suelo para verlos derechos. Aunque era una doble ilusión. Ahora lo sé. En ese momento para mí era fascinante ver los colores, imágenes difusas y ver cómo corrían, cómo a veces se retardaban en cámara lenta. Ese recuerdo lo tengo como uno de los más emotivos de mi vida. Desde luego, yo no sabía que iba a ser fotógrafo.
En segundo año de primaria descubrí el cine. Había, como en los circos, gente que llegaba a la escuela y hablaba y decía vamos a pasarles una película a los niños. Nos cobraban 15-20 centavos. Allí descubrí “20 mil leguas de viaje submarino”, con un proyectorcito. La proyección sobre una sábana raída. Y otra vez me llega la fascinación por la imagen. Yo me preguntaba: “Bueno, ¿y cómo se mueven? ¿Por qué se mueve?”. Y veía la máquina y el ruido que generaba aquello, como máquina de coser. A la vuelta del tiempo supe que la cámara de cine era una cámara fotográfica secuencial, que eran fotos fijas pero tomadas a alta velocidad. Y el ojo, para no generarnos un problema, hacía que apareciera en nuestro cerebro como si fuera movimiento. Más tarde me di cuenta de que siempre estuve fascinado por la mecánica de la luz.
Este niño que en lugar de estar jugando con los niños está contemplándolos, nos habla de un niño que no es como los otros niños. ¿Qué tanto era así?
De hecho mis juegos eran en solitario. Mis tíos eran lauderos, eran luthiers, eran fabricantes de instrumentos. Entonces yo me pasaba las tardes construyendo mis juguetes en el taller donde hacían las guitarras, violines, chelos. Allí mismo, en donde vivía, porque no necesitaban gran espacio, se hacían instrumentos individuales con tiempos y madureces de las maderas que son las que dictan el ritmo constructivo en los instrumentos musicales. Por ejemplo construía barcos. Y había en la Plaza de San Fernando unas personas que les decían los fierreros. Vendían múltiples cosas, de fierro precisamente. En esos puestos encontraba las llaves para dar cuerda a los viejos relojes de pared. Entonces con eso fabricaba cañoncitos, y le ponía cañoncitos a mis barcos.
En esa etapa también hay un cartel que me llamó poderosamente la atención. El maestro Chávez Morado siendo director de la Alhóndiga ya como museo, en la parte inferior, trajo a los ceramistas de San Luisito para que hicieran sus piezas y allí mismo venderlas. Entonces yo vivía enfrente y en las tardes iba a los talleres. En la parte trasera del local de uno de los ceramistas, donde estaba el torno, había un letrero, un cartel pegado que decía “Hay hombres que respiran luz”. A mí me llamó poderosamente la atención. Me llamaba la atención porque eran todos los grandes pensamientos de la civilización. Todos estaban allí. Eran como 100 grabados. La cabeza de ese cartel nunca la olvidé. Al verlo revoloteaba en mí la pregunta: “¿Cómo se respira la luz?”.
De la primaria en el centro a La Presa de la Hoya, a la secundaria. ¿Qué sucede contigo?
Sí. Obviamente unas edificaciones totalmente diferentes a lo que yo estaba acostumbrado en mis correrías. Mucha edificación en cada cerro. Yo seguía viviendo en la parte empedrada del centro. Y lo que teníamos en la ciudad era la radio. Puedo decir que soy hijo de la radio. El músculo de la imaginación ahí lo empecé a nutrir. De hecho hay series de radio, programas de radio que los escuchaba con muchísimo interés. Había uno en especial a partir de cuyo recuerdo, a la vuelta de los años, construí una exposición. El programa en la XEW se titulaba “El alma de las cosas”. Entonces yo escuchaba la narrativa de una taza desportillada que narraba las conversaciones que tenía cuando estaba en uso soportando los cafés o los tés o lo que fuera. Después escuchaba a una campana también hacer su narración: ¿cuándo se rompió? ¿Por qué cada domingo la llamaban? Todos esos testimonios de los objetos posteriormente lo “construí” en una exposición que se tituló “Murmullos del silencio”. El proyecto consistía en hacer “sonar” a los objetos a partir del lenguaje matemático (algoritmos) después de fotografiarlos. Ese trabajo está construido sobre el recuerdo de mi niñez con una estación de radio.
Ese niño, al crecer, se convirtió en fotógrafo profesional. ¿Quién eligió qué? Su nombre es Gustavo López y en sus obras ha plasmado las peripecias de la luz en Guanajuato, en la vida de las personas, en los objetos habituales del entorno.