¿Qué nos impulsa a residir en donde ahora mismo nos encontramos? Muchos motivos pueden esgrimirse. Entre ellos: las mejores condiciones en cuanto a comodidad y servicio, la necesidad laboral o estudiantil o profesional, la inevitabilidad de establecerse allí motivada por cualquier forzamiento. También hace a veces su parte en ello el estímulo sensible, en su amplia percepción. No tan solo como un pinchazo de agradabilidad que nos lleva por un instante a experimentar placer o gozo sino la continuada reverberación de un modo de estar relacionado con el lugar. Más que tratarse de los sentidos, este asunto tiene que ver con el sentido que percibe lo que los sentidos captan y quizá con la vivencia de lo que un día fue cotidiano.
¿Qué relación hay en este caso entre Guanajuato, donde he residido la segunda mitad de mi vida, y Zacualtipán, la ciudad de la primera mitad. ¿Por qué unirlas apelando a lo sensitivo? Hay quienes señalan que uno quiere volver a donde fue feliz, y también hay quienes dicen que la felicidad se construye al paso. ¿Es posible unirlas a ambas en un solo impulso? ¿Suponer que puede edificarse hogaño cierta felicidad mientras se experimenta la sensación gozosa de permanecer en la de antaño? Siendo como son, diferentes en todo una de la otra, ambas ciudades, ¿de dónde emerge el lazo virtuoso que las une y en una misma concreción las materializa? ¿Qué tal la semejanza?
En el emigrado que llega a un nuevo sitio yace activa la visión de lo previo. Entonces tal vez queda atrapado en formas que se yerguen de forma parecida. Ahí está la atalaya de la Presa de la Hoya, alzada a un lado del espejo de agua, con su singular fisonomía. Y en la otra ciudad la torre de la prisión, muy elegante la primera, más utilitaria desde luego la segunda, pero igualmente enhiestas hienden el cielo. No es lo relevante descubrir cuál es el objeto social de ambas, ni el lujo de su fábrica, sino el efecto que provocan en el interior de quien a las dos en su interior mira, y quien acaso con una leve sonrisa a las dos empalma en su memoria, la profunda, la que despoja a los objetos de su rasgo mundano y las vuelve más que preciada pieza, esencia. “Enhiestas hienden el cielo”.
Puesto a caminar el emigrado, en las calles de hoy reconoce algo del trazo de las calles de antes. La valía de la arquitectura y sus estilos o la osadía ingenieril no tienen prevalencia. Es el aroma de las habitaciones lo que prima, una forma aprehendida que se actualiza en los ornamentos de las ventanas, el subir y bajar cuestas, el poblamiento de las laderas, las ruinas que aún quedan en pie, el ruido de una corriente vuelta río de vez en cuando, los cubos de las casas empotradas, los barullos domésticos vertidos a los arroyos de las calles, el deslumbrante arribo al centro donde la luz del sol se muestra diferente en cada una de las estaciones. Y es por supuesto el que mira quien en su interior condensa y en un nuevo molde —solo válido para él— funde ambas visiones. En las de hoy anda las calles de antes, y su gozo es por completo nuevo.
También el paisaje abierto, de sierra alta, alza la mano en esta sincronía. El encuentro al instante del bosque averiado, el espacio innumerable donde la mirada puede perderse, los tajos abiertos en las costillas del monte donde se ensambló una casa, el agua manando de las peñas con la apariencia de un aceite que lustra las superficies, el goteo del agua como una música discreta de fondo, el olor a humedad, a tierra muy mojada y a hierbas momentáneas, la ocasión de subir y bajar por las horas y los callejones, el perfecto quiebre de la luz en las hojas de un árbol o en las manecillas del reloj que anuncia la llegada del otoño. La visión del bosque es una necesidad en el hombre, una necesidad saciada con regocijo en muchos momentos.
Desde luego, cuenta el ambiente que las personas originan. Los lugareños son en ambas ciudades cordiales entre ellos, conocidos de varias generaciones, que suelen encontrarse y charlar un poco en el Jardín Unión o en la Plaza, en el templo cuando la muerte de alguien querido los convoca. Reservados, que no tímidos, seleccionan a quién le abren sus puertas. Condescienden y departen, traban en lo profundo sus lealtades. Con el mismo esmero salvaguardan sus intimidades y miran con recelo a los fuereños sin dejar de mostrar su cortesía.
Como quiera que sea, ambas ciudades acabaron por fundirse en la mirada, no en la de los ojos, en la mirada interna. En una especie de ciclo cerrado: yendo hacia adelante llegar a lo pretérito. Mas es una fusión activa, vigente, resuelta sin nostalgia. Como tal ciclo cerrado, lo que entonces adviene es sin duda novedoso, apto para la curiosidad vital. De esta forma se acrecienta la valía de residir en donde ahora mismo nos encontramos.