Tesoros de percepción yacen en las líneas de las cartas, hoy en desuso
Con la velocidad actual que provee la tecnología de la comunicación, que facilita la acción-reacción en instantes, se vuelve impensable la imagen de un tiempo en que conversar con alguien a distancia requería de días: tiempo para que un mensaje llegara a su destinatario. La carta, que reinó durante mucho tiempo entre las personas, era un mensaje escrito sobre papel que debía sortear innumerables inclemencias y además someterse a regulaciones legales, es decir viajar a través de diferentes medios de transporte y estar sellado-timbrado tanto en su lugar de origen como en su destino. Otra manera de llamar a las cartas era “correspondencia”, en cuyo caso quedaba cifrado el propósito de corresponder, de responder a otra persona en una especie de juego en que un corresponsal que emitía una carta se volvía en la espera un corresponsal destinatario y viceversa. Entre ellos la conversación sostenida estaba desfasada en el sentido de que los contenidos expuestos tardaban en ser comentados, en que las preguntas demoraban en su respuesta, en que (necesariamente) las urgencias no podían subsistir. Eran tan común y frecuente la posibilidad de cartearse con alguien (en lo personal y en lo laboral) que las formalidades de la carta eran parte de los programas escolares, llevando en general a los usuarios a sujetarse a maneras expresivas restrictivas que incluían los consabidos “Después de saludarlo paso a lo siguiente” y “Sin más por el momento, me despido”.
Así y todo, cada carta era el vehículo propicio para hacer llegar noticias a personas de los círculos familiar o amistoso a quienes se tenía la intención de mantener informados sobre la marcha del vivir de los involucrados con una bienintencionada apariencia de actualización. Se referían adversidades, estados de ánimo, se relataban andanzas y aventuras, se exponían esperanzas y anhelos, se hacían visibles opiniones e intenciones de bienestar, no siempre con la mejor ortografía ni redacción. Por supuesto, se ofrecían detalles que se consideraban singulares y dignos de compartir, los cuales pueden parecer anodinos a los ojos de los ajenos a la relación. Nada mejor, para calibrar la importancia de las cartas, que recordar cuántos libros existen en cuyas páginas se recoge la correspondencia de artistas, escritores, políticos, filósofos, y demás gente: vida arracimada en papeles con mensajes yendo y viniendo. Cartas aderezadas con detalles personales como fotografías, dibujos, postales, adornos en los bordes de las hojas, papel marquillado, cuidada caligrafía, rúbricas, entre los que suele ser frecuente leer excusas por el tiempo dejado pasar sin respuesta así como exclamaciones ante las noticias recibidas. No es ocioso reiterar que hoy ese universo escriturario, de carácter personal, relacional, confesional, no tiene más la importancia de antaño. Por eso vale la pena acudir a esa forma de enviar y recibir mensajes, sacando aquí y allá, párrafos a manera de honra de ese medio conversacional, desfasado y a distancia.
“Te diré que tu carta llegó, que tuvo respuesta, y que la envié con unos amigos en el mes de junio, para México junto a unos libros, pero luego supe que no la enviaron puesto que les quitaron peso en el aeropuerto y dejaron algunos paquetes, entre ellos mis libros, porque no tenían dinero para pagar el sobrepeso. Esto lo supe por ellos mismos, que luego me lo dijeron pues yo lo sabría tarde o temprano.”
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“Ciertamente las ciudades me desquician, aunque en menor medida la de México; y en el bosque encuentro una buena parte de mí, del orden universal. Bajo la verdura alta y olorosa, llena de murmullos, comprendo en la extensión del término que soy (¿somos todos?) como un puñado de hojas secas, ocres, como las pacientes rocas, efímero como el agua del río. Pero luego, cuando regreso al trabajo, a la ciudad, a cumplir obligaciones, la molestia se recrea en mí, me vuelve intolerable, dubitativo, débil. En esos momentos quisiera solamente vivir. Hacerlo al amparo de Dios, de la naturaleza suya repartida en todas las cosas, incluso en mí. No tener necesidad de “trabajar”, o en su lugar cumplir una labor de verdad útil, sui generis, armónica. ¡Quiero la armonía! ¡Y cada vez me veo más lejano de ella! Cuánto ruido hay en mí.”
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“Te cuento un poco de las últimas cosas que he hecho. Pues bien una: realicé con éxito mis exámenes de 3er año y promoví o sea más simple: Estoy en 4to año y “destilo felicidad por todos los poros”. ¿Las vacaciones? Pues en La Habana fui a la playa, estuve paseando con unas amigas. En Cienfuegos fui a casa de mi tía, también paseé por la ciudad y dormí un poquitín. ¿Santiago? Pues tuve la dicha de ver nuevamente a mis familiares, abuelos, tíos y primos, además de sofocarme unos días con el calor santiagueño (temperaturas 35º 36º), estuve en el Santuario del Cobre, fui al campo y escalé algunas montañas buscando frutas. El regresó a casa me ocupó 10hs y media en el auto de mi tío y que hizo el favor de traernos a casa.”
“He conocido muy poco de por aquí en Ashland y en Medford. Respecto a mis estudios, parece que llevo puras aes. Espero podérselo confirmar pronto. El tiempo está muy loco. Conforme hace muchísimo frío, luego está agradable. Puede hacer sol, llover, haber aironazos, niebla, en fin una gama de todo color y sabor. Pero hace bastante frío, y he empezado a ponerme crema porque la piel se ha resentido y da una comezón horrorosa.”
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“¿Qué es cambiar? Mirar la vida de mil formas, hacer las cosas de mil maneras, las menos sospechadas, el gusto por la gente, por el momento, por los colores —del verde al azul—, por las cubetas de plástico, por un anafre con el fuego a nuestro alcance y el temor de tocarlo escuchando la voz de un sacerdote yendo más allá de sus confines en una noche de resurrección. Nuestro viaje final por el túnel, la certeza de una fuerza y miedo compartido de una cobija que nos hacía uno, un acto maravilloso, tu malestar estomacal, la imposibilidad de aliviarlo pronto, la vuelta a casa, el sueño, mi insistente afán de estar cerca de ti, de tocarte… no encontré algo mejor qué hacer, lo celebro intensamente aún.”
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“Quiero poner fin a esta carta, haciéndote saber una envidia e imponiéndome una obligación. Esta es la envidia: envidio a quien está cerca de ti —en todos aspectos— porque irradias una vibración muy cálida y además agradable; envidio a tus amigos, a quien te rodea por gozar de ti. Ojalá algún día pueda yo recibir directamente de ti esa calidez. La obligación que me impongo es no alargar más esta sucesión de palabras con el propósito de no saturarte la cabeza con asuntos que no me has resuelto; más claro: no te hago más comentarios ni preguntas para que puedas contestar más de todo lo que te he pedido en cartas anteriores. ¿Crees que sea posible? Yo pienso que sí.”
¿Cuánto de toda esa experiencia humana se ha condensado y permanece impregnando los mensajes de whatsapp, de Messenger, de Telegram? Y si no se ha conservado, ¿adónde ha ido a parar, acaso ya no somos ese tipo de persona y sus andanzas y asombros? La respuesta es, desde luego, personal.