La historia de una misteriosa aparición
en una vieja casa rumbo al cementerio
Guanajuato es una legendaria ciudad minera que en su centro histórico posee una miríada de casas construidas con gruesos muros de adobe y piedra, muchas de ellas con aljibes, subterráneos, pasadizos, habitaciones ocultas e historias sorprendentes.
Cuando yo era niño, mi familia no tenía casa propia, así que, cual nómadas urbanos, vagábamos de una vivienda a otra, de un barrio a otro, según mi padre tenía o no trabajo o según el ritmo al que subían las rentas. Así, llegamos a habitar añejas vecindades al punto del derrumbe, casas que se inundaban con las lluvias y también uno que otro hogar más o menos digno.
En una de las múltiples mudanzas, llegamos a una vecindad ubicada en la subida al panteón. Sí, ese camposanto donde duermen su sueño eterno las famosas Momias, a las que El Santo y sus camaradas Blue Demon y Mil Máscaras liquidaron en un filme que hizo las delicias de nuestra infancia. Pero eso es anecdótico. La narración que me ocupa, aunque también enigmática, es más real y dejó honda impresión en mi memoria. Quiero aclarar que yo no creo en fantasmas, muertos ni aparecidos. Incluso he llegado a mofarme, injustamente, de quien cuenta historias de ese tenor.
Lo cierto es que la vecindad a la que llegamos tenía un portón grande que funcionaba como entrada general, y además una puerta que sólo daba acceso a la vivienda donde vivía mi familia. Es decir, nuestra casa tenía dos accesos: uno directo desde la calle y otro a través del zaguán por el que ingresaban los demás inquilinos.
Residían allí, además de nosotros, tres familias: una madre soltera con dos hijos, el más chico de los cuales era mi amigo; otra, de apellido Pacheco, que también tenía entre sus miembros a un compañero escolar mío, y finalmente una muy numerosa dirigida por una matriarca llamada Doña Natalia.
Este último clan era el que tenía más antigüedad en el inmueble. Doña Natalia, ya una anciana, contaba historias de todo tipo y estaba especialmente orgullosa de uno de sus nietos, que formaba parte de un grupo musical famoso, de origen leonés, llamado La Tropa Loca, surgido en el auge de la melena, la mota y el movimiento hippie.
El “sótano” misterioso
Además de los cuatro espacios habitados por las respectivas familias, junto a la entrada del zaguán ya mencionado se ubicaba otra casa que por aquellos días acababa de ser desocupada; estaba vacía, pues. Una vivienda de techos muy altos cuya única y enorme ventana daba al acceso principal.
Por la parte posterior del área donde vivía Doña Nata con su numerosa descendencia, existía un aljibe, depósito de agua subterráneo ya en desuso. Más arriba, había una huerta, donde se ubicaban los lavaderos y donde una vez encontramos, alborozados, una tortuga. Junto a esa área, estaba una nopalera. Y entre ambas, casi a ras de suelo, se veía un agujero ancho, que daba a un reducto vacío bajo tierra, abandonado desde mucho tiempo atrás, cuya antigua función nadie conocía. Desde el hoyo se avistaba en el fondo una puerta cerrada con candado en una de las paredes de esa especie de sótano. Aunque se podía descender al escondrijo, gracias a un terraplén formado por la tierra que caía desde arriba, nadie bajaba. Sólo un par de muchachos, nietos de Doña Natalia, se atrevieron una vez a echar el brinco hacia abajo para rescatar una pelota futbolera.
Doña Nata, como la nombrábamos, contaba que había conocido al dueño anterior de la vecindad, llamado Don Gabriel, y que había fallecido muchos años antes. Interrogada por la curiosidad colectiva sobre el cuarto enterrado, dijo que la puerta comunicaba primero con otra habitación, donde se encontraban tres tumbas, y luego con el aljibe.
En una noche de luna, sentada en el pasillo principal, rodeada por mamás y niños, narró que Don Gabriel era un señor alto y un poco gordo, siempre vestido con pantalón de peto de mezclilla y sombrero de palma. Que una vez la invitó a bajar al aljibe y a la habitación contigua, la de las tres tumbas. Agregó que estando en ese lugar, a la luz de un quinqué, sacó de un nicho excavado de la pared una bolsa o morral donde tenía monedas de oro.
Recalcó que eran de oro. También nos relató que el fantasma de Don Gabriel recorría la vecindad en las noches de viento, así que, una vez que las sombras nocturnas cubrían el inmueble, casi nadie se atrevía a ir más allá del pasillo iluminado. Sin embargo, aparte de ella, nadie más había visto jamás el espectro del antiguo dueño de la finca. Algunos, aunque temerosos como todo niño, teníamos dudas sobre la veracidad de esas palabras e incluso sobre la salud mental de la venerable señora.
Un día fue a visitar a Doña Chabela —la hija mayor de Doña Natalia— una prima o amiga. Se sentaron a platicar en una barda que estaba junto a la ventana de la casa deshabitada de la entrada. A la charla se unieron mi madre y la señora Pacheco, con la chiquillería rondando alrededor. Mientras las damas intercambiaban los amenos chismes que dan sabor a cualquier reunión, a la visitante se le ocurrió voltear por la ventana hacia el interior de la casa vacía, pero inmediatamente se retiró.
—¡Ay, qué pena!, ya me vio el señor —expresó.
De inmediato sus compañeras de plática pusieron cara de desconcierto, mientras los niños que estábamos allí suspendimos nuestros juegos, intrigados.
—¡Pero si allí no vive nadie! —dijo Doña Chabela.
—¡Claro que sí! Allí estaba un señor —contestó la interpelada.
Aunque temerosas, las otras tres se acercaron a la ventana y echaron una desconfiada mirada al interior, quizá sospechando que un intruso se había introducido subrepticiamente, cosa dudosa porque la puerta de ese espacio estaba cerrada y de la ventana al piso había al menos cinco metros, por lo que cualquier intento de saltar hubiera terminado muy mal.
Sin embargo, no vieron ni oyeron nada. Cerraron presurosas los postigos de la ventana y volvieron a interrogar a la supuesta testigo.
—¿Estás segura de que viste a alguien?
—¡Sí! —respondió la visitante—. Allí estaba un señor… tenía un pantalón de peto y un sombrero, y miraba hacia acá arriba.
“¡Don Gabriel!”, exclamaron, entre asombradas e incrédulas, sus compañeras. Casi se pudo sentir el estremecimiento de las tres señoras, mientras los niños nos quedamos boquiabiertos. Hablar de fantasmas estaba bien, pero que se aparecieran en pleno día era demasiado.
El episodio fue comentado durante mucho tiempo en el barrio, hasta que pasó el tiempo y aparentemente quedó en el olvido.
Al poco tiempo nos mudamos todos. El inmueble fue comprado por un doctor que instaló allí su consultorio e hizo ampliaciones para alojar su numerosa familia. Hace tiempo, mientras paseaba por esa calle, justo frente a la antigua vecindad, vi salir a una mujer y me atreví a abordarla. Después de superar su desconfianza, le conté que yo había vivido allí de niño y que me atenazaba la curiosidad por ver en qué condiciones se encontraba, luego de medio siglo. Me prometió agendarme una visita cuando tuviera tiempo, pues ese día iba de salida a su trabajo. Luego de unos dos meses, la reencontré y fijamos fecha y hora.
Me recibió muy amablemente. La casa de la entrada es ahora el consultorio del médico. El pasillo interior, que comunica con las demás viviendas, se encuentra prácticamente igual, pero el aljibe fue cubierto. La huerta desapareció y en su sitio se levantan los departamentos de la familia propietaria.
La nopalera es hoy un espacio baldío, sin nopales, pero el cuarto subterráneo sigue allí, más aterrado y con el agujero apenas tapado con una lámina. Al preguntarle a mi acompañante si nunca habían entrado, me contestó que no, que ellos le llamaban “el búnker”, pero jamás se les había ocurrido bajar ni indagar su función. Le conté mi historia y quedó asombrada. Comentó que ella, si bien nunca había visto a nadie parecido al tal Don Gabriel, sí había avistado siluetas que se diluían entre las paredes y percibido ciertas presencias, aunque ya no le provocaban temor como al principio.
Le pregunté si sería posible permitirme ingresar posteriormente al subterráneo, con el fin de hacer reportaje, por lo que prometió responderme a la brevedad. Sin embargo, el tiempo transcurrió sin novedad. De eso hace más de cuatro años. Nunca volvimos a entablar comunicación.
El búnker sigue allí, semioculto, a la espera de una oportunidad y de un valiente capaz de ahondar en sus misterios.