La cañada está asentada sobre diversos camposantos. Sin duda, a los pies de los guanajuatenses de la capital hay restos de muchos antepasados y parte importante de la evolución de la ciudad luego de pasar por epidemias, inundaciones, incendios y los procesos que implicó Los Cristeros, La Reforma, La Revolución y la Independencia.
Cronista de la Ciudad de Guanajuato
Inundación de 1780 propició un Guanajuato enterrado.
Alfonso Ochoa
Panteón de Santa Paula una Acrópolis desde donde los muertos protegen a los vivos de la capital. Cronista de la Ciudad de Guanajuato.
La Cañada, como también es popularmente nombrado el Guanajuato antiguo, posee un misticismo que embelesa a propios y extraños que gustan de contemplar la arquitectura de templos barrocos y majestuosas casonas que predominan y adornan calles y callejones de caprichosa geografía que hacen atractiva y única a esta ciudad virreinal que actualmente posee el título de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Un destino en el que la modernidad se conjuga perfecto con lo antiguo al igual que la vida convive en armonía con la muerte.
Común es que los turistas e incluso los que habitan este destino suelan andar, sin prisa, por calles, callejones y avenidas principales con la vista al cielo contemplando la belleza de la fisonomía urbana. Y no es para menos, pues al paso se encuentran con edificaciones tan hermosas como imponentes que se alzan varios metros en lo alto como el Teatro Juárez, la Basílica de Nuestra Señora de Guanajuato, el Museo Palacio de los Poderes, el Edificio Central de la Universidad de Guanajuato, el Templo de la Compañía, el Templo de San Roque, el Templo de Belén y el Mercado Hidalgo; además varias casonas que han pasado a ser monumentos, negocios y/o casa habitación.
Pero sobre todo son edificaciones antiguas que, pese al desgaste y lo bien o mal cuidadas que estén, fueron y son testigos mudos de la historia de vida, esplendor y muerte en Guanajuato Capital. Fincas que si pudieran hablar ¿qué fascinantes historias nos narrarían? sobre todo aquellas en las que hoy la vida convive en perfecta armonía con la muerte.
Vaya pues que, al tener tanto que voltear a ver hacia arriba, pocas veces o casi nunca volteamos a ver hacia la parte baja de la Cañada; no me refiero al suelo sino a esa parte de la historia que a través de los años ha ido quedando debajo de lo que pisamos: plazas públicas, jardines, calles y callejones; a esa ciudad que el tiempo dejó enterrada bajo la actual capital.
Años de historia fraguados por guerra, revolución, pandemias, inundaciones, riqueza y la pobreza que le tocó vivir a generaciones de guanajuatenses durante el auge minero que, en muchos, despertó esperanza de riqueza, pero que no pasó de allí y la gran mayoría murió luchando y en carencia.
No existían panteones
Dada la necesidad de dar “cristiana sepultura” a esos muertos en la Cañada y los que se sumaron a partir de los años de que se tiene memoria, por allá del año 1545, cuando perecieron miles de personas a causa de la pandemia “cocoliztli” fue necesario habilitar ciertos espacios como panteones porque no existían.
Luego sucedieron más enfermedades y hambrunas registradas entre principios del siglo XVII y finales del XVIII; tales como viruela, sarampión y cólera, justamente esta última fue la que más vidas cobró.
No había panteones. Desde el siglo XV, época en la que se funda la ciudad de Guanajuato, la gente que moría era enterrada en espacios habilitados como cementerios dentro y fuera de los templos, sitios que no contaban con espacio suficiente por lo que muchos fueron sepultados en los cerros que entonces estaban despoblados, esas lomas que hoy en su mayoría se han llenado de habitantes que desconocen que bajo sus hogares, lugares de recreación y/o descanso yace alguna de las tumbas que fueron improvisados dada la necesidad de “dar cristina sepultura” a los fallecidos que resultaron de las pestes y hambrunas que azotaron la Cañada.
“La población no tenía formalmente panteones o camposantos, lo común o lo tradicional era que a la gente la sepultaban en la iglesia (…) si eras una persona normal sin muchas influencias tocaba sepultura en el atrio (…) si tenías más dinero ya te tocaba en el interior y era común que si tenías mucho dinero era probable que te sepultaran cerca del altar principal o del santo o la virgen de tu preferencia”, explicó el Historiador y Cronista de la ciudad de Guanajuato, José Eduardo Vidaurri Aréchiga.
Barrio de San Cayetano y sus tumbas
Cuando sucedió la epidemia de cólera, entre 1830-1840, el panteón que entonces existía que era el de San Sebastián habilitado desde 1750, en el templo del mismo nombre, no fue suficiente por lo que en ese período se inauguró un panteón por el rumbo de San Cayetano, en donde predominaba zona cerril, al igual que el cementerio de San Agustín que se ubicó a un costado de la ex Hacienda del mismo nombre.
Ambos camposantos hoy no existen y sobre los terrenos donde estuvieron esos cementerios hoy se erigen callejones rodeados de casas habitadas por capitalinos, turistas y estudiantes. Sin embargo varios metros hacia debajo de estas fincas aún permanecen enterrados cientos de cadáveres que nunca fueron exhumados tras ser clausurados como panteones esos predios.
Panteón también fueron los atrios del templo de San Diego, La Compañía, La Basílica Colegiata de Nuestra Señora de Guanajuato y la iglesia de Marfil. Espacios que tras ser cerrados varios cuerpos quedaron ahí enterrados.
“Funcionó un panteón en la zona de San Cayetano, que es muy cercano del Jardín de El Cantador, por la zona de La Libertad y estos callejones que hay por ahí; como un mecanismo para dar abasto en las épocas de fuertes epidemias (…) sin duda a los pies de los guanajuatenses hay muchos restos de antepasados”, expresó el Cronista capitalino.
San Roque, Belén y Alhóndiga de Granaditas
En la zona que hoy conocemos como Plaza de San Roque, sitio emblema que vio nacer el Festival Internacional Cervantino (FIC), bajo sus cimientos al igual que bajo el atrio del templo de San Roque y del templo de Belén, así como en las cercanías de la explanada de la Alhóndiga de Granaditas descansan eternamente decenas de personas que perecieron durante la batalla de Independencia librada el 28 de Septiembre del 1810.
A mediados del siglo XVIII (1850) sobrevino una segunda oleada de cólera, quizá el más grande episodio de esta enfermedad que dejó miles de muertos; eran tantos que incluso había difuntos tirados en la calle, los levantaban y llevaban a enterrar al panteón de San Sebastián, “históricamente, uno de los más antiguos que empieza a funcionar por ahí de 1758-1759 para dar atención a los muertos de las epidemias que se presentaban con frecuencia. De hecho es un panteón sobreutilizado”, señaló Vidaurri.
Santa Paula una Acrópolis
Pronto hubo muchos muertos y los espacios en los panteones existentes fueron insuficientes, por lo que las autoridades municipales determinaron edificar un nuevo camposanto: en 1853 se comenzó a erigir el Panteón de Santa Eulalia, conocido como Santa Paula, que se inauguró en 1861 y en dónde fue sepultada una gran cantidad de la población que murió a causa del cólera; otros muchos quedaron enterrados entre cerros y otros espacios, en ese entonces, no poblados.
“El Panteón de Santa Paula, el de Tepetapa 20, ha sufrido muchas modificaciones (…) es una Necrópolis que estaba en la parte más alta de un cerro (…) es un laberinto que está ubicado al Poniente de la ciudad y la puerta al Oriente y simbólicamente es un punto de observación para que los muertos protejan a los vivos de esta ciudad”, José Vidaurri.
Vale la pena mencionar que la mayoría de los cuerpos áridos que integran la colección de Las Momias de Guanajuato perecieron a mediados de los años 1800 víctimas de la pandemia de cólera. Para ser precisos en 1865 se descubrió el primer cuerpo momificado cuando se exhumó la tumba de Remigio Leroy, médico francés radicado en Guanajuato, cuyo cuerpo mostró en un estado de conservación que generó curiosidad.
Con la inauguración del Panteón de Santa Paula sobrevino el cierre en San Sebastián y San Roque, en este último se habilitó el Jardín Reforma y frente al templo San Roque, donde fue el panteón, se instaló una cruz de cantera. Durante la clausura en ambos lugares varios de los cuerpos ahí enterrados, que murieron durante la batalla del 28 de Septiembre de 1810, fueron exhumados y llevados Santa Paula pero otros tantos ahí se quedaron, al igual que en la zona en donde hoy está la explanada de la Alhóndiga de Granaditas.
Quinta Denné y sus célebres huéspedes saqueados
Exclusivo para familias adineradas también conocidos como Principales, fue el panteón de San Miguel Arcángel o “La Quinta Denné” edificado en 1879 por Alfonso Denné, un comerciante que vivió entre Madrid y México, a quien le pareció necesario contar con un cementerio católico exclusivo para familias adineradas.
“Él (Alfonso Denné) compró los terrenos a una señora que se llamó Luz Casillas y él decide crear un panteón; el panteón de San Miguel Arcángel bendecido por el Obispo José María De Jesús Diez de Sollano, personaje importante de la iglesia y también acudió el Cura de Guanajuato, Perfecto Amézquita, que impulsó la educación en la ciudad”.
El camposanto funcionó de 1879 hasta 1916 cuando, quizá, por los efectos de la Revolución muchas familias acaudaladas abandonaron la ciudad y las tumbas fueron saqueadas porque se usaba mucho que los ricos fueran enterrados con parte de sus pertenencias, comentó Vidaurri.
“Algunos de los vecinos principales ahí enterrados fueron doña María Márquez Anaya, la primer huésped de ese panteón; Refugio Rocha, Domingo Mendoza, Juan de Dios Belauzarán que seguramente era pariente del Padre Jesús María de Belauzarán que nos salvó en la independencia de la matanza de Manuel de Flon (combatió a los rebeldes y degolló a muchos guanajuatenses)”, apuntó Vidaurri y señaló que José Guadalupe Ibargüengoitia y Hermelindo Aguirre también fueron huéspedes de La Quinta Denné, un panteón que funcionó casi por cuatro décadas y que junto a sus eternos inquilinos tiene más de un siglo abandonado.
Cientos de restos humanos salieron durante edificación de Calle Subterránea
De acuerdo al testimonio del periodista guanajuatense Alfonso Amadeo Ochoa Tapia, entre los años 1974 y 1976, bajo los pies de los que habitan la Cañada es muy probable que aún haya restos de generaciones pasadas pues rememoró que él, cuando era un niño presenció con gran asombro cuando escarbaron en lo que ahora es la calle Subterránea y sacaban restos humanos (esqueletos-cráneos) que, a la vista de la sorprendida población, los apilaban y metían en costales.
“Fue un número importante de, más que de cadáveres, diría que de esqueletos. Recuerdo que algunos tenían como pelo; entonces era algo muy impresionante. Hasta los niños iban a ver los esqueletos, que no precisamente los sacaban en las mejores condiciones, los apilaban en sacos de los que se usan para cargar el cemento y cal. En 1780 hubo una inundación muy importante que destruyó lo que era el convento que ahora se llama de Los Dieguinos, quedó aterrado, además de que ahí había un panteón”, comentó Ochoa Tapia.
Un Guanajuato enterrado
Y coincide al señalar que bajo la actual Cañada, en diversos espacios sobre todo en templos aún hay restos de personas que por diversas circunstancias fallecieron, sobre todo resalta aquellos personajes que fueron parte importante de la historia de Guanajuato y de México, tal como el caso del religiosos español Celedonio Domeco de Jarauta quien luchó contra soldados norteamericanos durante la guerrilla de invasión. Víctima de una traición Domeco muere en Valenciana.
“El Dieguino quedó muy aterrado, hubiera sido muy difícil rescatarlo. Se quedó como una capa diferente, incluso el arquitecto Hernán Ferro escribió un libro sobre como Guanajuato se fue haciendo sobre la Cañada y por el mismo problema como que se fueron haciendo capaz y quedaba como un Guanajuato enterrado. Eso es algo importante”, acotó Alfonso Ochoa al señalar que debajo de esta ciudad se ha quedado otra que es esencial para comprender el pasado histórico de la capital.