Domingos de misa, de dar diez centavos a cambio de la hojita parroquial y quedarse sólo hasta el sermón, por si mi padre me preguntaba de qué había tratado la ceremonia religiosa.
Entre finales de mayo y principios de julio es la fiesta de Pentecostés. Los cristianos conmemoran la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos alrededor de la Madre del Señor (Hechos capítulo 2). La fiesta se celebra el 50 y último día de la temporada de Pascua. En 2023, Pentecostés cae el 28 de mayo. Es el tiempo de la fiesta grande de mi barrio natal.
La Industrial en los sesenta
Covachas de lámina y madera sobre las calles Silao e Irapuato, donde compraba las versiones ilustradas de Caperucita Roja, El Sastrecillo Valiente y demás cuentos de ogros, hadas y fantasmas; de bátmanes con su Robin, supermanes con sus Luisa Lane, Kalimán con su Solín y otros personajes que lidiaban con la máscara del Santo, el colmillo de tiburón de Chanoc y su pícaro abuelo Tsekub Baloyán; con el humor de Capulinita y el melodrama de Lágrimas y Risas (y Amor), con la Rarotonga inspiradora de fantasías nocturnas junto con las chicas del zodíaco de Fantomas.
Ahí, en la esquina de Romita con Valverde y Téllez (originalmente llamada Acámbaro) estaba la caseta de lámina del “Lágrimas y Risas”, las tostadas más picantes de León. Enfrente estaban “Los Gordos”, pioneros de los tacos gigantes y grasosa carne de res. Pasó a ser una taquería convencional y finalmente desapareció. Sólo sobrevivió, cerca de esa esquina, Pollos Vic, con su birria de pollo, otrora tan exitosa que patrocinaba equipos participantes en el famoso Torneo de los Barrios.
Ahí donde la fiesta patronal de finales de mayo y a veces principios de junio, olía a ola, carruseles y rueda de la fortuna, de alcancía de puerquito de barro con 3 tiros por 50 centavos. Del tostón de domingo para comprar un chocomil de 20 centavos, sabor fresa, claro.
De duros de harina depositados en largo canasto de mimbre, de juntar $ 3.00 para comprar en el carrito una campechana con ostión, camarón y pulpo.
¡Bolo, padrino!; quinceañera morena y gordita que trepaba al coche lavado, cubierto de rosas y alcatraces y prestado por el padrino de la tienda de la esquina; de boda con fiesta en la casa más grande de la parentela, que terminaría a golpes etílicos a las 2 de la mañana.
Colonia industrial del Centro-Bellavista, Centro-Coecillo y Circuito-Colonias que se convertirían con la modernidad en rutas 1, 3, 4, 8 y el Circunvalación; del Centro-Parque-San Juan Bosco que habría de terminar en Las Joyas. De las picas de calzado, las peleterías y los talleres para coser y cardar.
Colonia de mueblería con abonero en bicicleta que acudía a la casa de ladrillo y ventana de madera a escuchar el “dice mi mamá que no está”.
Colonia invadida por los “Británicos” de Chapalita, los “Chalcos” de la San Antonio y los greñudos “Lechugueros” de Piletas.
Calles de tierra y piedra, convertidas en campo de fútbol, con ponchada pelota de plástico, en donde ganaba el que anotaba el último gol, para irse a casa a comer frijoles con arroz y unos trozos miserables de carne y regresar a jugar al shangay o al burro castigado.
Calles de magia de tierra y piedra sepultada por el pavimento y pisada por miles de autos, mancillada por los semáforos y ahora atestada con orugas atestadas.
Mi colonia, mi barrio.
Templo donde escuché al padre Memo Méndez defender a la revolución de Nicaragua y que habría de morir sin saber que el héroe que defendía, el que mandaba al Comandante Cero y Ernesto Cardenal, hoy es repudiado.
Parroquia donde ordenaron a los feligreses arrancar las páginas sobre educación sexual en los libros de texto porque tenían el dibujo de niño con pene y niña con vagina.
Púlpito desde el que se lanzaban anatemas en contra de los sindicatos independientes y en la jaculatoria se remata va con un “Virgen María Santísima, bendice a nuestra patria y sálvanos del comunismo”.
Pila de bautismo, con agua bendita que olía al sudor y pintaba con la mugre de los miles que con ella se santiguaban.
Colonia de Línea de Fuego los domingos y tianguis entre semana, de peregrinación los martes para ir a ligar chicas al santuario de San Juan Bosco.
Parece fresco y moderno, pero ya está viejo y es parte de la ciudad antigua. Hablo de ese barrio-colonia, no de mí.
Nos llegó la civilización
Cuando en la década de los noventa del siglo pasado quitaron las covachas del mercado del Espíritu Santo y colocaron un semáforo en el cruce de Romita con Valverde y Téllez, llegó el aviso: la Industrial transitaba de barrio periférico a una colonia integrada directamente a la urbe.
Con el nuevo mercado, del que se acusó fue construido con varilla radioactiva, la urbanización de la carretera a Lagos, para convertirla en “boulevard” San Juan Bosco, el par vial Valverde y Téllez-Purísima, la Industrial fue dejando de lado su esencia de colonia pionera de la migración alteña a León para convertirse en parte de la zona centro.
El Felipazo, un lupanar de baja ralea, ubicado en la calle Salvatierra, cuyo propietario enfrentaba la aplicación de los reglamentos con mentadas de madre publicadas en su pasquín del mismo nombre, cerró sus puertas. Ahora ese lugar de hombres ebrios y mujeres de minifalda y escote es una cancha de fútbol 7, con pasto sintético.
Quedaron en el recuerdo la mueblería Robert y una farmacia cuya propietaria era feroz anticomunista. Don Lupe, el de la dulcería de la calle Silao, murió y sus herederos no pudieron mantener en funcionamiento más tiempo su negocio (amén de que le afectó el cambio de lugar del mercado). Con la proliferación del tanque de gas desaparecieron los expendios de petróleo para las estufas domésticas. Doña Pachita, la señora del rico atole blanco, vendido en la calle Pénjamo, murió y se fue con ella su delicia.
Las funerarias murieron. Las peleterías se redujeron hasta casi desaparecer. Con ellas se fueron los talleres de cardado y cosido y los zapateros de las picas se hicieron remendones. La Industrial, empero, tuvo nueva vida. Abarrotes La Mina de Oro y carnicería La Luz se mantuvieron en el mar de nuevos negocios.
El gran sobreviviente y elemento identitario de la colonia Industrial es el bar Metropolitan, ubicado en la calle Salamanca esquina con Salvatierra, integrante del clan Quiroga. Como borrachos siempre hay, se ha negado a desaparecer y es un clásico rincón semiperiférico de bebida y botana. Las Chabelonas, que hicieron historia con sus muchachas en Valverde y Téllez y Cuitzeo, no corrieron la misma suerte.
Donde estuvo la gasolinera está ahora una tienda de conveniencia. Los buses trompudos que atiborraban la zona cedieron su paso a las orugas. Hay nuevos negocios, pocas fábricas de calzado, ya no hay molinos de nixtamal; hay minisúpers por doquier, las refaccionarias se llenan de compradores, la vida social y comercial ha tomado nuevas formas porque hay una constante que ha resguardo a lo que se fue, lo que permanece y lo que llega: la parroquia del Espíritu Santo.
Suenan sus campanas. Ya no voy a misa, ya no llaman a la oración: llaman a la nostalgia.