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ANDAR LA MÚSICA Y LA VIDA EN GUANAJUATO: SUSANA STEPHENS ANGELO (PRIMERA PARTE)

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Decir de ella que es psicoterapeuta reconocida, docente destacada, esposa y madre de familia tanto dedicada como orgullosa, sería suficiente para darnos una idea de Susana Stephens Angelo. Sin embargo esa idea, además de injusta, sería incompleta pues estaría dejando fuera la abundancia de su quehacer artístico cuyos inicios se remontan a su infancia, y aun a un periodo previo. Una infancia que al desenvolverse abarca en su paso, y así pueden registrarse, momentos relevantes de la vida de Guanajuato capital, por medio de los cuales se vuelve evidente un antes y un ahora. En su decir, Susana Stephens Angelo no solo narra algo de su propia historia de vida, interesante per se, también desvela en fogonazos detalles de la vida guanajuateña vista en la intimidad de lo cotidiano y cuya conjunción trae a la actualidad la idea de una capital inmersa en el quehacer cultural donde son infaltables las personas que adquirieron el estatus de referencia. Una historia (la personal) no puede entenderse sin la otra (la colectiva, de Guanajuato). De ahí la valía de esta historia cuyos flujo y reflujo vitales alcanzan las playas de este tiempo dando cuenta en esta primera parte de un asombroso acontecer biográfico que entrevera lo musical y lo santafesino.

Susana Stephens Angelo durante la más reciente presentación de Los Arribeños en Guanajuato capital.

Susy, ¿Cómo defines hoy la música cantada?

Es una vibración que me acompaña y que me permite de alguna manera dirigir, canalizar, pensamientos, emociones, vivencias y experiencias presentes y pasadas. ¿Por qué presentes? Porque es lo que estás experimentando en el aquí y el ahora a través de una vibración sonora, a través de un objeto o a través de ti mismo, ya que tú puedes ser o eres también un instrumento que vibra y comunica. ¿Por qué pasadas? Porque evidentemente todo esto se va construyendo a través del correr de una vida.

Podría decirte que antes de nacer la música ya estaba en mi existencia. Te cuento… Entre mis ancestros por la línea de mi abuela materna, tuve a un bisabuelo que fue director de la orquesta de la localidad de Belem do Pará, Brasil. Era una persona muy respetada; además compositor y militar. De lo poco que conozco por ahí podría pensar que se registra algo de lo que genéticamente me dota de una raíz relacionada con la música. Posteriormente por esta misma línea ancestral materna, he sabido que su padre Don Manuel Angelo (de origen portugués) también tocaba el violín y en momentos muy familiares de quietud o reposo, pedía a mi madre (quien era una niña muy pequeña y graciosa) que cantara y bailara para él, lo cual ella hacía con una gracia sinigual. Mi madre llevaba por nombre Avelina Santa Marinha Angelo de Souza… hoy ya descansa en Paz, seguro que allá en el Cielo.

Por el lado de mi padre (el doctor Henry Stephens Selles) me viene todo lo que es Caribe: mi abuelo, Don Henry Stephens Taylor II era colombiano, nacido en una isla llamada San Andrés, era un hombre querido por su nobleza y muy honrado en las islas, pues tenía una de las profesiones más respetadas de la época… era capitán de barcos de carga. Su esposa (mi abuela) de quien he heredado el nombre, doña Susana Selles Howard, al casarse con el capitán Henry Stephens se embarcó con él y al tiempo se convirtió  en la única mujer “Navegadora Celestial” de la época y de toda la historia de las islas y para ese entonces, tal vez del Caribe, ya que cuando el capitán Stephens se encontraba indispuesto era ella quien tomaba el mando del barco, llevándolo siempre a buen puerto. Lo anterior al tiempo, le dio el título de Capitana Susana Selles Howard.  En esta familia, la música estaba presente todos los días a toda hora. Con una guitarra y en inglés mi abuelo le cantaba a mi padre; luego mi padre cantaba para mí y para mis hermanos. De esto recuerdo llena de amor en mi corazón, como en incontables mañanas él llegaba con su guitarra y me despertaba con una mirada llena de ternura ejecutando suavemente la melodía: “Oh Susana / don’t you cry for me”.

Y qué te digo de mi madre, quien pienso que me cantaba desde que estaba en su vientre.

Por esto es que pienso que la raíz de lo musical para mí y mis descendientes viene desde lo genético, por ambas vías, además de lo que se quedó grabado en mi cerebro y en mi alma en mi experiencia desde el dulce arrullo de mis padres, la crianza en un hogar en el que todos los días al despertar se escuchaba música clásica, ya que mi padre se levantaba aproximadamente a las tres y media, cuatro de la mañana a estudiar, y para leer sus textos se acompañaba deleitándose con diversas piezas. Esto generó que en aquel tiempo siendo muy niños e imaginativos, nos despertáramos entre la fantasía que provocaba la naturaleza de lo que registraba el cerebro a través de los oídos y la realidad que tenía como referencia aquella música que a veces provocaba ensueños. En este mi hogar de la infancia se escuchó de todo, algunas veces era Louis Armstrong o Caetano Veloso, batucada y samba (acetatos que traía mi madre de Brasil cada vez que iba) o discos de blues o jazz. Y también con enorme placer se escuchaba a Don Jorge Negrete (el favorito de mi padre) o Don David Reynoso (el favorito de mi madre). Fuimos creciendo y definiendo nuestras preferencias. Uno de mis hermanos mayores Xavier, comenzó a mostrar predilección por intérpretes como Cat Stevens, Kenny Rogers o el grupo The Creedence, entre otros. Henry, otro de mis hermanos, gustaba de Cornelio Reyna, mi hermanita Jessie (la más pequeña) adoraba a Mireille Mathieu. En lo personal mi madre que me consentía, me llevaba a las disqueras en la Ciudad de México y me regalaba los acetatos de los bailables regionales escolares, mismos que escuchaba muy frecuentemente convirtiendo la sala del hogar en un escenario. Me divertía mucho.

Cincinnato Ferreira de Souza (1868-1959) antecesor materno de Susana Stephens Angelo. Fundó la Banda del Cuerpo de Bomberos Militar de Pará, y además fue compositor. Información y fotografías tomadas del sitio http://apem.cultura.ma.gov.br/acervo/items/show/126

¿Dónde ocurre esto, dónde es la casa familiar?

Mis padres llegaron a México alrededor del 10, 15 de marzo de 1961, venían desde Brasil, donde estuvieron viviendo seis meses antes de emigrar para acá. Mi hermano mayor (Xavier) contaba aproximadamente con escasos 2 años. Nací unos 10 o 14 días después de su arribo a la ciudad de Guanajuato capital, un 29 de marzo. Su primer hogar fue la entonces conocida “Villa Goerne” un precioso lugar que se encuentra a un lado del “Instituto La Salle” en el entorno de lo que conocemos como la Presa de la Olla.  En aquel entonces era un hotel propiedad de la preciosa señora Rosita Goerne.

Mi padre vino contratado por la Universidad de Guanajuato y durante muchos años vivimos en este sector de “La Presa”. Relacionado con lo musical entre mis más tiernos recuerdos me veo entre los tres y los cuatro años, escuchando a mamá, quien le cantaba a mi hermana Jessie para que durmiera tranquila y feliz. Me encantaba estar allí, porque además de que mi madre cantaba precioso, yo estaba llena de amor por aquella pequeñita a quien consideré y considero hasta la fecha mi niña consentida. Jessie era mi muñequita de carne y hueso que acababa de nacer.

A mis tres años de edad, viviendo en la Presa, mi madre me inscribió en el grupo de danza de la Escuela Normal Oficial, con las muchachitas que en ese tiempo eran adolescentes y que estaban formándose para ser maestras de educación primaria. Lo que conectó esto con la música, fue que además de aprender los bailables escolares que tanto disfrutaba, también nos instruían en danza clásica. Ese espacio de formación dancística evidentemente se acompañaba con piano en vivo. La maestra que interpretaba con gran maestría piezas de autores clásicos era llamada la “Seño Meche”. Este espacio de formación fue siempre mágico para mí.

Cuando tuve aproximadamente 6 años de edad, mis padres se mudaron a la comunidad de Marfil. Ahí conocimos como familia a un Ser maravilloso y su esposa. Don J. Carmelo Ríos Rogerio y Teté. Él todo un personaje de la ciudad que originalmente tenía un negocio de alimentos y bebidas llamado “Café Carmelo” ubicado inicialmente en la Plaza de la Paz lugar donde se reunían grandes personalidades de la ciudad de Guanajuato a hacer tardes y noches de enriquecedora tertulia. Entre ellos, Don Armando Olivares Carrillo, el licenciado Enrique Ruelas, Don Eugenio Trueba, el licenciado Daniel Chowel Cáceres, entre muchos otros.

Carmelo se cambia a vivir a Marfil y cuando mis padres compraron la casa familiar, quedaron como vecinos de él. Si deseamos ubicarlo actualmente, el Café Carmelo estaba enfrente de donde están ahora las oficinas del Servicio Postal Mexicano. A él le decíamos “tío Carmelo” y así fue. Nos fascinaba ir a verlo porque aparte de que nos consentía, la tía Teté nos daba refresco, exquisitos frijoles y botana. Ellos tenían en sus patios, gansos, venados, como diez perros y diez gatos. Nos la pasábamos de maravilla, realmente de maravilla.

Como mi mamá cantaba y mi papá tocaba, y Carmelo también tocaba el piano y la guitarra, se fueron identificando. Entonces de algún modo adoptó a mis padres como hermanos y a nosotros como sobrinos, y así todas las navidades nos invitaba a cenar a su casa —bacalao, espagueti pastel y dulces—, la magia llegaba a la media noche en que arrullábamos y cantábamos los cantos tradicionales al Niño Dios. Quiero compartir que cuando el licenciado Enrique Ruelas montó por primera vez los “Entremeses Cervantinos” en la Plazuela de San Roque, en el año de gracia de 1953, fue J. Carmelo Ríos quien dirigió la llamada “gañanada manchega”. Con este hermoso señor, que cantaba de maravilla, y era compositor también, nos sentíamos fascinados porque nos cantaba canciones de Cri-Cri y nos tocaba el piano. Así de pequeños como estábamos (teniendo como ocho-diez años) súbitamente los cuatro hermanos: Xavier, Susana, Henry y Jessie, decíamos: “Vamos a bailarle al Tío Carmelo”. De inmediato agarrábamos los disfraces que utilizábamos en las fiestas escolares, tomábamos de 2 a 5 de los discos de mi mamá y llegábamos al “Café Carmelo” llenos de ánimo. Teté, su mujer, nos recibía diciendo: “Ay, mis niños, ya llegaron. ¿Qué quieren?” a lo que gustosos respondíamos: “Venimos a ver al Tío Carmelo”. Y allí en ese café en donde había sillas y un amplio escenario… pedíamos que pusieran el disco del “tamborito panameño” y les bailábamos. El Tío Carmelo y la tía Teté reían y aplaudían cariñosamente y también se divertían. ¡Fue tan hermoso!

Entre mis experiencias ligadas a mi formación musical, cuento que siendo muy pequeña, un día iba yo con mi mamá al mercado —a comprar la comida de la semana—; afuera del Mercado Hidalgo se ponían unos señores a vender violincitos de madera, muy rústicos. Íbamos pasando por el sitio y vi al vendedor tocando alegremente este instrumento… tiri, tiri… tiri, tirí… de repente mi mente acuciosa observó que el vendedor agarró entre sus dedos algo que parecía como una pastilla transparente, en mi imaginación “de miel”, sin saber que era la cera que se le ponía al arco para que sonaran las cuerdas del violín cuando se tocaba. Mi mente me dijo: “Ah, mira, un dulce… mmmmm”. Mi mamá, quien me vio muy interesada, me dijo: “¿Te gusta? ¿Quieres uno?”. A lo que feliz de inmediato respondí: “¡Sí!”. Mi mamá emocionada pensando que la niña quería estudiar violín, continuó diciendo: “Bueno, pero no te voy a comprar uno de estos… hablaré con tu papá de que quieres un violín”.  Llegando a casa dijo entonces a mi padre: “¿Qué crees…? Susy quiere estudiar violín”. A lo que papá dijo: “¿Ah sí…? Bien. Habrá que conseguir al maestro que le dé las clases y debemos comprarle un buen violín. Iremos a la casa Veerkamp a la Ciudad de México para ello”. Mi maestro de violín casi por 8 años fue el maestro Emilio Ortiz García, una persona divina, muy conocida, miembro de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato (OSUG), director de la estudiantina de la misma institución, un gran Ser Humano.

En escena Susana Stephens y Sergio Pérez en una coreografía montada por el maestro José Luis Villalobos en el Teatro Juárez entre 1978 y 1979. “El grupo se llamaba Vilomustva, derivado de los apellidos de los fundadores del grupo: (José Luis) Villalobos, (Viky) López, (Charito) Muñiz, (Susana) Stephens y (Rubén) Vázquez”. La fotografía es de Víctor Lara. En la imagen de la derecha, Susana Stephens Angelo en una toma de la autoría de Capelo. (Fotografías tomadas del perfil de Facebook de Susana Stephens).

Llegamos a comprar el violín, nos mostraron varios, y en mi mente infantil me preguntaba: “Y el dulce, ¿a qué hora me lo dan?”. Pues… ¡¡¡No había dulce… sólo había violín: uno precioso de dos cuartas para la niña!!! De repente… dice el señor de la tienda: “Señora, necesita cera para ponerle al arco porque sin ello el violín no sonará bien”. Y oooohhhh se hizo la magia: este señor sacó una cajita  y en la cajita pude ver ¡¡¡la pastilla de caramelo transparente color miel… el dulce tan anhelado!!! Preguntó mi madre “¿Te gusta m’hijita?”, a lo que feliz respondí: “Sí, me encanta”.

Regresamos al hotel, de inmediato saqué el “dulce”, ese “dulce” que con tanta ilusión probé… pero no era dulce… era cera… dura y salada… la lengüilla se me pegaba a la pastilla… Dios mío: la consecuencia fue que me costó estudiar aproximadamente de siete a ocho años el violín. Por alguna otra razón que hoy no recuerdo también y pa’ pronto nos llevaron a casa a mi hermano Xavier y a mí, un maestro para aprender a tocar guitarra; el extraordinario maestro Pedro Jiménez Rosas, que era chelista de la OSUG y con quien aprendimos lo básico de la guitarra clásica. Luego de ello empezamos a medio cantar, las melodías románticas populares de la época como Wendolyne, Corazón de piedra, hecho con el que mi mamá se mostraba fascinada. Cantábamos en la familia: mi papá calipsos y cumbias o canciones caribeñas románticas, bambucos o ballenatos. Junto con mi mamá lo hacían a dueto. Era un ambiente muy bonito.

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(Irapuato, Gto. 1963) Movido por conocer los afanes de las personas, se adentra en las pulsiones de su vivir a través de la expresión literaria, la formulación de preguntas, el impulso de la curiosidad, la admisión de lo que el azar añade al flujo de los días. Cada persona implica un límite traspuesto, cada vida trae consigo el esfuerzo consumado y un algo que debió dejarse en el camino. Ponerlas a descubierto es el propósito, donde quiera que la ocasión posibilite el encuentro. De ahí la necesidad de andar las calles, de reflexionar en voz alta para la radio, de condensar en el texto la amplitud vivencial.

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