Se dice que, en el viejo templo de San José y
Señor Santiago, yace un ser de ultratumba.
Hace algunas décadas, Marfil, mineral casi tan antiguo como la misma ciudad de Guanajuato, era todavía un poblado que se encontraba a varios kilómetros del centro histórico. No existían las colonias Noria Alta ni Santa Fe. No había plaza de toros y tampoco se habían construido la Escuela Piloto ni la Normal Superior. La Presa de los Santos, con sus hieráticas esculturas, era un espejo líquido a la orilla del camino, sin casas a la vista.
Quienes vivían en la cañada, iban rara vez a Marfil. Si acaso, acudían a presenciar las “Tres Caídas” en algún Viernes Santo, representación del calvario de Cristo que organizaba la parroquia de San José, ubicada en una cuesta a la que se asciende por una rampa vehicular o por una ancha escalera que inicia en una curva de la carretera. Desde la fuente ubicada frente al templo, podía verse más abajo, junto al río, otra iglesia, cuyas paredes mostraban el deterioro que deja el paso del tiempo.
Ese otro templo nunca se visitaba, pues su estado era ruinoso. Una capa de polvo —o de lodo, en épocas de lluvia— cubría el atrio. La madera de las puertas frontal y lateral se mostraba carcomida por la humedad y los insectos. El oscuro interior producía escalofríos cuando uno se atrevía a echar una mirada, siempre temerosa. Casi nadie se acercaba. La razón: en ese lugar —decían— está la tumba de un vampiro.
Originalmente, Marfil fue uno de los cuatro fortines construidos por los españoles en los alrededores de Guanajuato, cuando se descubrieron las primeras vetas de plata (los otros tres se localizaban en Santa Ana, Tepetapa y el Cerro del Cuarto). En un inicio, creció a las orillas del río, donde se levantaron importantes haciendas, de las cuales quedan notables restos en lo que hoy se conoce como Camino Antiguo.
De acuerdo con un relato ancestral, hacia 1652 llegó a ese poblado un personaje solitario y extraño, que habitó una casona atrás del viejo templo de San José y Señor Santiago, al que acompañaba un taciturno criado. Su vida era un enigma, pues no hablaba con nadie y únicamente salía de noche; eso sí, siempre elegantemente vestido de color negro. Las pocas personas que se cruzaban en su camino, evitaban acercársele, pues al pasar junto a él experimentaban un extraño desasosiego.
La desazón colectiva que provocaba el peculiar caballero creció como la espuma y pronto llegó a oídos del sacerdote del lugar, quien intentó tranquilizar a los pobladores, asegurándoles que no había nada qué temer. No obstante, poco después arribó al mineral un fraile franciscano, quien pronto se enteró de la desazón que se había apoderado de los vecinos por dicha presencia. Decidido a poner fin a tal perturbación, comenzó a espiar al sujeto de marras.
Los primeros días no sucedió nada extraordinario, el reservado individuo no salía. Hasta que una noche, por fin, se le vio cruzar la reja de su vivienda envuelto en una capa negra, abordar luego su carruaje y partir hacia las sombras de la noche. El fraile, oculto, decidió esperar. Horas después, con un frío que la madrugada acentuaba, cuando el sueño casi vencía al vigilante, unas pisadas apenas audibles lo alertaron. Volvía a su hogar el forastero… pero con una dama cargada en brazos.
Una vez que el recién llegado entró, se encendieron las tenues luces de un salón. Intrigado, el fraile se armó de valor, encontró un resquicio en la reja y se coló al jardín de la residencia. Asomado a la ventana del espacio iluminado con enormes velas, presenció cómo el propietario colocaba en una mesa a la joven, aún inconsciente, y horrorizado vio cómo de la boca del extraño ser brotaban dos largos colmillos, mismos que clavó en el cuello de la desdichada mujer. ¡Un vampiro!
Apenas repuesto del espanto, escapó lo más rápido que pudo, corrió a la iglesia y tocó las campanas para llamar a la gente. Cuando la somnolienta multitud estuvo reunida, intrigada por el repique del carillón a esas horas, el sacerdote narró lo que había visto y llamó a los presentes a detener al ser de ultratumba. Pronto, armados con todo tipo de objetos, los pobladores se dirigieron a la casona, forzaron la cerradura e ingresaron, pese a la resistencia del sirviente. Dentro, los esperaba el misterioso personaje. Más cuando los enfurecidos vecinos se dirigieron hacia él, se convirtió en un gran murciélago y huyó por una ventana. Decididos a acabar con la amenaza, los habitantes comenzaron a destruir muebles y objetos.
Llegó entonces el amanecer. Quiso la suerte que los invasores encontraran una puerta que conducía al sótano, donde hallaron un ataúd. Al abrirlo, encontraron dormido a su ocupante. Allí mismo, le encajaron una estaca en el corazón. Casi de inmediato, el cuerpo del espectral sujeto se volvió polvo. La casa fue literalmente reducida a escombros, mientras que el sarcófago del odiado habitante fue llevado al templo de San José y Señor Santiago, donde —según el relato— fue enterrado bajo las escaleras de la torre que conduce al campanario.
Pasaron los años; el episodio fue olvidado. Marfil recuperó la tranquilidad, pero con las guerras civiles que asolaron a México en el siglo XIX decayó la minería, así que el lugar se fue despoblando. Las inundaciones, que anegaban continuamente las haciendas, provocaron finalmente el traslado de los vecinos hacia la zona más alta. El primer asentamiento fue abandonado, quedando como recuerdo solamente los viejos muros de las construcciones.
El antiguo templo fue sustituido por la nueva parroquia. Al paso del siglo XX, el anterior fue primero abandonado y luego despojado de sus reliquias. Alrededor de 1950, una de las fachadas barrocas fue trasladada al entonces flamante edificio de la Universidad de Guanajuato (UG), donde aún puede verse, y cualquier huella de fantasmas desapareció al influjo de la luz eléctrica.
Así estuvo hasta que, a principios de los años 1990, los modernos habitantes de Marfil decidieron restaurar el Camino Antiguo, así como la iglesia. La fachada central fue restaurada y la lateral reconstruida. El interior se remozó y se reanudó el servicio religioso, hasta la fecha. En el espacio anexo se creó una escuela de artes para los niños del rumbo, que lamentablemente ya no funciona.
Los guanajuatenses han vuelto, poco a poco, al Camino Antiguo, ahora usado como ciclovía, pista atlética y sendero para caminantes. Todas las mañanas, sobre todo los fines de semana, decenas de personas recorren los 3.5 kilómetros, bajo la sombra de añosos árboles. Pasan a un costado de la vieja iglesia, sin saber que, en algún rincón de la misma, oculto a miradas indiscretas, reposa un ataúd con los restos de un vampiro que espera, algún día, retornar del reino de las tinieblas…