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POR LOS CAMINOS DEL SUR

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Andar de Los Pichachos a Yerbabuena,

una casi mística experiencia existencial.

El viajero que arriba a Guanajuato por el acceso Diego Rivera, no puede dejar de admirar la cadena de vistosos cerros que acompañan al recorrido por la derecha de la ruta. Sea en la época de lluvias, cuando se cubren de un manto verde, o en tiempo de secas, en que predomina un paisaje ocre, la presencia de esas rocosas colinas manifiesta de inmediato el carácter “montuoso” de la ciudad.

Esa cadena de agrestes montes, en la que hay tres alturas predominantes, marca asimismo una división entre la cañada urbana y lo que se ha dado en llamar “zona sur”; es decir, entre el antiguo real de minas y el enclave moderno, surcado por un ancho bulevar y bordado por comercios de todo tipo, incluidas un par de plazas de dudoso buen gusto, pero que son poderosos imanes comerciales.

Los cerros que dividen las zonas antigua y moderna de la ciudad.

A diario, miles de personas se trasladan de un lado a otro en automóviles por lo común apresurados o a bordo de los casi siempre atestados y traqueteantes autobuses, a través de las dos únicas rutas que conectan ambos extremos. Sin embargo, también hay quienes se dan tiempo, particularmente los fines de semana, para transitar y conocer los senderos que llevan de los Picachos a Yerbabuena, bastante tortuosos pero indiscutiblemente más espectaculares.

Hacer ese recorrido implica primero ascender por un costado de La Bufa, bajar luego al arroyo posterior y subir nuevamente, hasta alcanzar la meseta donde se levantan empinados cerros coronados por enormes macizos de roca y moteados por la resistente vegetación, que a esa altura se aferra a cualquier espacio propicio y protege huecos donde anidan aves o hacen su hogar serpientes, roedores, escorpiones y otros tipos diversos del reino animal.

Formaciones rocosas en la parte posterior de los Picachos.

Una vez traspasados los Picachos, la ruta se vuelve menos áspera y la pendiente más suave, pero la belleza del entorno se mantiene. Los reinos mineral y vegetal crean paisajes de singular belleza, misma que aumenta en cuanto se alcanza la cima de una cumbre adornada por una pequeña ermita dedicada a San José, recientemente vandalizada en forma lamentable. Allí existe una especie de balcón natural donde la vista al sur es extraordinaria, tanto, que no hay descripción que le haga justicia.

Ermita de San José y vista a la presa de la Purísima y cerro del Sombrero.

Desde ese lugar comienza el descenso, entre formaciones con las formas más asombrosas: una especie de prisma cuadrangular se alza enhiesto junto a los encinos del entorno; piedras encimadas sobre otras rebasan la altura de los matorrales, aunque con huellas de la presencia humana en forma de grafiti, entre los que destacan una ametralladora color rojo sangre y una serie de dibujos con intención humorística que tienen como tema a los aliens y sus platillos voladores.

Un prisma rocoso y grafiti en el camino.

Quedan varios encinares en el área, posiblemente restos de lo que fue algún día un enorme bosque que abarcaba desde la sierra de Codornices, entre Salamanca y Juventino Rosas, hasta Sierra de Lobos, que cubre parte de los de León y San Felipe. Entre esas arboledas, inicia la vereda que lleva a lo más alto del último de los cerros con vertiente al acceso Diego Rivera. Desconocemos su nombre, más debido a su forma le llamamos “Piloncillo”. Es de fácil ascenso, aunque no exento de riesgos, pues su cara norte es literalmente un barranco donde cualquier caída sería fatal.

Vista hacia el acceso Diego Rivera desde el “Piloncillo”

La última etapa del recorrido es una larga y sinuosa senda, bordada por altas plantas, además de resbaladiza por la muchas piedras sueltas, que conduce en descenso, por un lado, a la creciente comunidad de Yerbabuena, y por otro a la colonia Mineral de la Hacienda, cruzada por un arroyo de aguas cristalinas que, a lo largo del tiempo, ha cavado un pequeño cañón de oscura roca, ya casi junto a las primeras viviendas.

Un pequeño cañón formado por el arroyo.

Al final, se revela el contraste entre los desbordantes panoramas naturales, constantemente envueltos entre el murmullo del viento o el correr de un riachuelo, y el gris cemento de la zona habitada, con su ruidoso rugir de motores automovilísticos y el apresuramiento del día a día. Pese al cansancio, en lo profundo de la conciencia se asienta la inquietud —casi certeza— de que, con tanta modernidad, hemos perdido, irremediablemente, algo del placer primigenio de la existencia.

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