EL HILO DE ARIADNA
Una maraña de céntricos callejones
brinda ocasión de inéditas vivencias
Sin duda, el enredijo de callejones que conforma gran parte de Guanajuato es uno de los atractivos singulares de la ciudad. Al seguir los sinuosos trayectos de los arroyos que desembocaban en el río principal, las construcciones del viejo Real de Minas trazaron sendas en direcciones caprichosas, al azar, con ángulos cerrados y pendientes que muchas veces llevaban a espacios abiertos, convertidos al paso el tiempo en pequeñas plazas.
A la vuelta de años, décadas y siglos, cada callejón adquirió características particulares que les dieron cierta identidad. Los habitantes hicieron su parte, instalando un balcón aquí, un nicho acá, un pasadizo más allá, hasta que un día se descubrió el potencial turístico de esos caminos y surgieron las callejoneadas, esos recorridos donde los visitantes de desinhiben y liberan emociones al ritmo de melodías tocadas por grupos llamados “estudiantinas”.

Sin embargo, aunque esas caminatas musicales y nocturnas son una experiencia novedosa para muchos, constituyen solo un asomo muy superficial a la verdadera esencia de esas rutas. Además, la inmensa mayoría de los callejones pasan desapercibidos, incluso en pleno centro de la ciudad, así que solo son conocidos por sus habitantes o los proveedores de servicios… pero no siempre son apreciados.
Atrás del Teatro Juárez y el templo de San Diego, antaño existía la Plaza de La Constancia, hasta que en 1979 la apertura del túnel El Minero obligó a construir una vía que conectara con la calle de Alonso. Posteriormente, la edificación de un estacionamiento terminó por reconfigurar el área. Lo que queda, además de las casas del barrio, es un antiguo muro que da acceso al vecindario levantado en las faldas del cerro de San Miguel, a la vista del monumento al Pípila.
A la izquierda, es posible visitar un balcón, acceso a un negocio resguardado por un par de llamativas esculturas de cantera blanca, con una visión diferente del túnel y el espacio inmediato. Por la derecha, la calzada conduce a un nudo de enredadas rutas. Lo primero que llama la atención es un panorama inusual de la Basílica y la Universidad de Guanajuato, casi a la altura de los ojos. Algo más adelante, se encuentra el pasadizo cubierto que posee el estrambótico nombre de Salto de Mono, seguido de la Plazuela de San Cayetano, ambos muy frecuentados por formar parte del principal trayecto de las callejoneadas.
Mucho menos conocido es el estrecho callejón del Boliche, que desciende a la izquierda de la pequeña plaza, donde los gatos ronronean, los novios “echan reja” a escondidas y que intersecta con el de San Nicolás, mismo que baja desde otro llamado Recreo y termina bajo un pequeño nicho barroco ya sin santo y junto a un hidrante, a la vista de Alonso, con su intenso tráfico citadino.
De vuelta en Salto del Mono, resulta interesante un inmueble pintado de color verde, con una Virgen de Guadalupe por el frente y, por detrás, una sorprendente colección de imágenes religiosas típicas de México elaboradas con mosaicos coloridos: el Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Nicho de Atocha, San Francisco, la Virgen de San Juan, San Judas Tadeo, San Miguel Arcángel y dos “Guadalupanas” más revelan un fervor católico a prueba de fuego.
Casi enfrente, al lado de una reja, bajo una espesa enredadera, quedan restos de un escrito revelador del enojo vecinal por la delincuencia de años atrás. Junto a casas bien conservadas, aparecen otras abandonadas y derruidas. Al finalizar ese pasillo, se llega al callejón de Saavedra, otra vez junto a un hidrante. Hacia arriba, hay una privada, que en su inicio luce una artística cruz de madera y otro mosaico, pero con una imagen de la Plaza de Mexiamora.
De Saavedra parte también, por la diestra, el pasaje nombrado Recreo, que nos regresa a la ya mencionada Plazuela de San Cayetano. Pero antes, a medio camino, existe un angostísimo pasaje que comunica con el callejón llamado La Barranca. Ancho y limpio, posee su propio y vandalizado hidrante y desciende hasta enlazarse con Miguel Bustos, del que a su vez parte una pendiente, llamada La Luz, que confluye con San Nicolás en Alonso.
Las vueltas y revueltas acentúan la sensación laberíntica del recorrido. Subir, bajar, doblar a uno y otro lado, topar con pared pueden crear confusión. Solo la presencia inmediata del cerro permite ubicarse. Barranca se cruza con el callejón de Venado, parte final de la ruta vial que desciende desde el cerro del Gallo. Más adelante, aparece Calixto. Aquí, un amplio balcón permite asomarse a la Plaza de Los Ángeles.
Ir más allá de otro hidrante que se ve a la izquierda dirigiría a otro dédalo de callejuelas, entre ellas al famoso callejón del Beso, pero por ahora habrá que optar por descender a la derecha, hacia Calixto, hasta que, luego de dar la enésima vuelta en ángulo recto, se llegue nuevamente a Alonso, a pocos metros de la Avenida Juárez, para dar fin al itinerario y sentirse como Teseo luego de surgir del laberinto, una vez que dio muerte al Minotauro.