Inicio Temas Equis EL RINCÓN DE LA CANTINA IV: RELAX JUNTO AL BULLICIO MERCANTIL

EL RINCÓN DE LA CANTINA IV: RELAX JUNTO AL BULLICIO MERCANTIL

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Entre la fiel clientela del Salón Verde y la

heterogénea concurrencia de Los Barrilitos

Una es pequeña, sosegada y hasta —con sus asegunes— algo silenciosa; la otra es un poco más amplia, ruidosa y escenario de ires y venires sin cesar. Entre ambas hay unos pocos metros de distancia, pero cada una posee su peculiar ambiente, su propio sello, y representan una especie de contrapunto a la frenética actividad comercial que rodea al imponente Mercado Hidalgo.

Allí se congregan, en unos cuantos metros, además del gran centro de abastos, hoteles, una tienda de conveniencia, la taquería más conocida de la ciudad, dulcerías, zapaterías, restaurantes, pizzerías, farmacias, tiendas de regalos y multitud de pequeños comercios y puestos ambulantes, así como un importante paradero de autobuses: una de las áreas más transitadas del centro histórico, que complementan dos de las cantinas sobrevivientes de Guanajuato: el Salón Verde y Los Barrilitos.

“Dime, cantinero, tú sabes de penas…

¿a los cuántos tragos me olvido de ella?”

(A través del vaso – Horacio Palencia)

En una pequeña esquina casi perdida entre los numerosos e improvisados locales de la antigua Plaza de Gavira, al inicio del Callejón de las Ánimas, dos letreros pintados encima de sendas puertas batientes anuncian la presencia del Salón Verde, “abierto desde 1969”, según se lee. Al ingresar, la vista abarca de inmediato un reducido rectángulo con la barra en un extremo, tras la cual se ordenan las botellas de distintos licores y cabe apenas el alto refrigerador de las cervezas.

Flanquea la barra, a la izquierda, un mini pasillo donde se acomodan una pequeña estufa y los utensilios necesarios para preparar las botanas que religiosamente se sirven día con día, al comenzar la tarde, consistentes en duro de cerdo con salsa de jitomate o bien tostadas de cueritos, jamón o ceviche. En ocasiones, hay sopa de fideos o lentejas y, en otras, tacos dorados o de chicharrón con chile.

La barra y la pequeña cocineta.

Del otro lado, “al fondo a la derecha”, como se dice, la puerta del baño para varones —un mingitorio con coloridos azulejos de cerámica—, casi pegado a la rockola a veces silenciosa y otras veces no, todo rodeado por los paneles de madera que cubren las paredes y dan forma a un tapanco situado en lo alto, con un amplio arco que destaca sobre la barra y donde se oculta pudorosamente el servicio de las damas, aunque para llegar al mismo las clientas deban subir una estrecha escalera. El decorado consiste básicamente en pinturas de caballos y gallos de pelea.

El arco del tapanco y vista al exterior del Salón Verde.

Los parroquianos que suelen acudir son generalmente gente conocida que aprovecha para tomar un trago antes de llegar a casa; para echar plática con el amigo, el compadre o con el amable cantinero Juan José y su servicial ayudante o bien para presenciar un partido de futbol especialmente relevante. También son consumidores algunos comerciantes que hacen una pausa entre venta y venta, empleados de gobierno, maestros y una que otra pareja.

Raras veces luce abarrotado y recibe pocos turistas y estudiantes, aunque no falta el viajero que desea vivir una nueva experiencia, “para que no me cuenten”, como el güero que un día probó de todos los tequilas existentes o la mujer danesa que sorprendió a la concurrencia hablando un español sin fallas y que ejemplifica cómo la presencia femenina dejó de ser novedad desde hace más de 15 años.

No faltan las parejas.

“Me voy a emborrachar…

a no saber de mí,

que sepan que hoy tomé,

que hoy me emborraché… por ti”.

(¿Por qué me haces llorar? – Juan Gabriel)

A unos cuantos pasos, precisamente al llegar a la Avenida Juárez, apenas se cruza frente al Callejón del Cañón Rojo, se localiza Los Barrilitos, espacio que desde las mismas puertas hace honor a su nombre, con sendas figuras alusivas en cada batiente de madera. Ocupa la parte baja de un elegante edificio de tres plantas, grandes ventanas y hermosos balcones de hierro.

El “Cañón Rojo” ocupó el recinto anteriormente.

En ese local, originalmente se encontraba otro establecimiento de la misma especie, que llevaba el nombre de El Cañón Rojo y era propiedad de Cosme Torres, mientras que Los Barrilitos tenía su ubicación desde el año 1974 en la plazuela del Barrio de Tepetapa, administrado por el antiguo dueño, Enrique Galván, quien a su vez lo heredó a Javier Galván Ramírez, el actual propietario.

El contador de historias.

Hacia principios de los años 1980, el negocio que ocupaba anteriormente el recinto cerró sus puertas, así que la cantina de que hablamos pudo trasladarse varios cientos de metros más cerca del centro urbano, donde permanece hasta la fecha, atendido siempre gentilmente por sus bármanes, quienes apenas se dan abasto para responder a las solicitudes de la diversa clientela.

Aquí acuden todo tipo de personas, hombres y mujeres: ciudadanos del común, estudiantes, trabajadores, comerciantes, maestros, profesionistas y bastantes turistas, que aprovechan la circunstancia de que el lugar se encuentra en una ruta hipertransitada. El vocerío, las risas, la música de la infaltable sinfonola se escuchan hasta la calle y los brindis se suceden sin interrupción.

Barman y clientela de “Los Barrilitos”.

La larguísima barra, hecha de madera y azulejo, con su correspondiente tubo para reposar los pies, deja apenas espacio para un corredor estrecho en el que se acomodan unas pocas mesas. Atrás, la gran vitrina es un muestrario de todo tipo de elíxires, que van desde el antes modesto y ahora revalorado mezcal hasta el cognac y el whisky. Se deja un rincón para el servicio sanitario y el acceso a la bodega, y otro para el aparato que emite las canciones de siempre: rancheras, norteñas, baladas, cumbias y, últimamente, el reggaetón y el pop exigidos por la asistencia juvenil.

La actividad suele ser incesante desde el mediodía hasta las primeras horas de la madrugada, cuando el lugar cierra sus puertas y los taxis se aglomeran en las cercanías a la espera de los clientes potenciales que, ligeramente tambaleantes, salen a la noche, a esas horas todavía concurrida en esta ciudad que poco duerme.

Solo entonces, Los Barrilitos queda en silencio.

La infaltable conversación.

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