Dedicado a los padres que aprendieron a serlo en la diaria labor de la crianza de los hijos, y a los que no aprendieron; a quienes ni lo intentaron, también.
En 1910, Louise Smart, una mujer estadounidense, trabajadora, emprendedora y de buen corazón, comenzó a luchar por que se reconociera el papel del padre en la familia y en la sociedad. Pasaron más de siete décadas hasta que, en 1972, se hizo oficial que el tercer domingo de junio se rindiera homenaje a los papás. En México no es festividad oficial, pero se celebra en todo el país con actividades y muestras de amor y agradecimiento.
Los padres siembran en sus hijos ideas, imágenes, pensamientos y acciones que en ellos tienen un efecto inevitable. Esas experiencias son los cimientos de los adultos que algún día van a ser, porque dulces, risueñas, simpáticas, melosas, groseras, de triste memoria, malas, grotescas, dolorosas, o reprobables, esas experiencias se anidan y arraigan de tal forma en la mente y en el corazón de los hijos, que ahí quedarán por el resto de sus vidas.
A finales de los años sesenta mi papá llegaba a casa alrededor de las 7 de la noche, cansado y con un apetito mayúsculo. A menudo nos mandaba a mi hermano Beto y a mí por un queso “Supremo”, o por dos chorizos para acompañar su cena. Invariablemente, también nos encargaba una Coca-Cola mediana. El meollo del asunto es éste, la Coca-Cola. En esa época el plástico estaba en pañales y casi todo se envasaba en vidrio, cartón o papel.
El refresco en cuestión era parecido en apariencia al que ahora se conoce como de 600 mililitros, pero en botella de vidrio. Vigilante permanente de su buena salud y apariencia física, mi papá nunca de los nuncas se terminaba su refresco. Se servía menos de la mitad del contenido en un vaso, también de vidrio, y el resto los conservaba en la botella, la cual tapaba perfectamente con su propia corcholata. Nada de “taparroscas” en esos años.
Después de cenar se quedaba un rato en la mesa haciendo números, cuentas, y apuntes en hojitas sueltas que doblaba cuidadosamente para guardarlas, junto con un gran manojo de plumas, en la bolsa de su camisa. Luego, Coca-Cola en mano, se iba a la recámara para dormir. En ese instante comenzaba cada noche la historia que hoy parece leyenda: “La Coca-Cola de mi papá”. Él dejaba su refresco en la cabecera de la cama y se acurrucaba.
Pasaba de la realidad cotidiana al mundo de los sueños con la idea de tomarse su refresco la noche del día siguiente, lo cual, hasta donde recuerdo, prácticamente nunca pudo pasar. ¿Por qué? Porque desde que iniciaba el día siguiente, la tibia Coca-Cola pasaba por las manitas de casi todos nosotros, quiero decir mías y de mis hermanos y hermanas. Al mismo tiempo, ese refresco nunca pasaba por las manos de nadie de nosotros. ¿Cómo?
Cuando mi papá regresaba a casa la noche de ese misterioso día, luego de trabajar en “Metales Águila S.A.”, preguntaba con un mohín de enojo “¿Quién se tomó mi refresco? Lo dejé más de la mitad y ahorita está casi vacío”. Yo podía haber jurado que Rosa, Beto, Eduardo, Julieta o Laura eran culpables. Pensaba eso porque yo nada más le había dado un traguito, tan pero tan chiquito, que de seguro la falta podía pasar inadvertida.
Era un misterio que ni “La Araña” (personaje de Toby en el cómic La Pequeña Lulú) hubiera resuelto. Yo me volvía loco por la falta de tantísimo refresco en la botella. Un día, mi mamá descubrió el secreto: Rosa, Beto, yo, Eduardo, y Julieta, a veces todos, a veces nada más algunos de nosotros, desfilábamos a escondidas a lo largo del día frente a la botella para darle gustoso, cada quien, un traguito que cada cual creía insignificante.
Laura quedó descartada de toda sospecha y consecuentemente absuelta de toda culpa por ser apenas casi un bebé. El colofón de la leyenda es que la Coca Cola de mi papá tuvo una historia parecida a la de Fuenteovejuna, obra teatral del español Lope de Vega que narra que en 1476 los habitantes de una aldea andaluza llamada Fuente Ovejuna, estaban hartos de los abusos de su señor, a quien todos debían respeto, acatamiento y sumisión.
Se rebelaron en contra de él por tanto maltrato y abuso de poder. La noche del 23 al 24 de abril de ese año, vecinas y vecinos del municipio se levantaron en armas contra el villano Comendador Mayor de la Orden de Calatrava, Fernando Gómez de Guzmán, dándole muerte, y cuando la autoridad intentó esclarecer el asesinato, no logró arrancar la verdad a nadie, pues los aldeanos, a coro, nada más dijeron “Fuente Ovejuna lo hizo”. Nadie se tomó la Coca Cola de mi papá; nadie mató al Comendador Mayor.