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LA TRIBU URBANA, DE FIESTA AL CERRO

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Cada 31 de julio, los guanajuatenses celebran

el Día de la Cueva con un mito de trasfondo

“¿Qué le hallan ustedes a celebrar en un cerro?”, me preguntó alguna vez un colega periodista, originario de otro lugar, al referirse al llamado “Día de la Cueva”, la fiesta más concurrida y tradicional de Guanajuato, ciudad donde vivo, que se realiza entre los parajes y rincones de algunos de los montes cercanos a la mancha urbana.
No supe entonces qué responder porque, efectivamente, muchas personas no ven mucho objeto en hacer el esfuerzo de subir a las colinas, envolverse en la ruidosa mezcla de música popular, aturdirse con los pregones de mercaderes y el rumor de la multitud, con riesgo de caer y darse un porrazo o de empaparse si, como manda la tradición, se le ocurre a las nubes desatar el acostumbrado diluvio.

Día de campo.

Con más de cinco décadas de acudir a ese festejo, aún no lo sé, pero supongo que tiene qué ver con el acercamiento, así sea efímero, al entorno natural en que crecí y el que han frecuentado muchas generaciones; a la atractiva leyenda que contaba mi padre y que casi todos aquí conocen sobre la princesa encantada que debe rescatarse un 31 de julio, a la medianoche.
Según ese relato, cerca de donde hoy está Guanajuato hubo un lugar encantado, casi mágico, un lugar sagrado para los chichimecas, con bosques, ríos, flora y fauna abundantes, pero tan lleno de riquezas que los españoles llegaron en masa para extraer la plata del subsuelo, así que los habitantes originales huyeron o fueron sometidos.

Escultura de San Ignacio de Loyola en la cueva nueva. Al mismo tiempo, en la siguiente fotografía, visitantes en la antigua gruta.

Pasó el tiempo. Un día, un pastor que paseaba por esos rumbos encontró en una cueva a una princesa, quien le llamó y le contó que era hija de un viejo hechicero que antiguamente habitó los altos riscos, que había sido recluida en esa gruta por su padre, debido a que se había enamorado de un guerrero al que su celoso progenitor no veía con buenos ojos. El encantamiento sólo se rompería en el caso de que un joven valiente pudiera sacarla de la cueva.

El pastor, que tenía por nombre Lorenzo y caminaba a esas horas de la noche para llegar a tiempo a la fiesta de San Ignacio de Loyola, escuchó igualmente que la princesa le pedía que la llevara en brazos hasta la Basílica y que, si lo lograba, se convertiría en dueño de una reproducción de la ciudad en miniatura, que tenía  incrustaciones de oro, plata y joyas preciosas.

El ascenso y el descenso.

–Sólo una advertencia te doy ­–expresó la dama­–: aunque escuches gritos y amenazas, por favor no mires atrás, debes confiar en mí. –Lorenzo la levantó entonces en brazos y caminó con ella a la espalda. Durante todo el camino, oyó voces y sintió pasos que lo alcanzaban. Ella lo seducía y le pedía con dulces palabras que no volteara hacia atrás.

Sin  embargo, de pronto sintió una mano fuerte que le tomaba el hombro, obligándolo a voltear. Lo que vio fue una horrible sierpe que llevaba en brazos y que en ese instante cayó al suelo para escabullirse entre las rocas y volver a la cueva enclavada en algún recóndito lugar del cerro de La Bufa. Lorenzo perdió el conocimiento; cuando lo recobró, se había convertido en un elegante peñasco al que se conoce ahora como El Pastor.

En la primera imagen, la roca a la derecha es El Pastor convertido en peña. En ese ambiente, los niños suben entusiastas.

Desde entonces, Los Picachos, enormes cimas rocosas en cuyos pliegues se esconde la legendaria caverna, mantienen una atracción hipnótica para cualquier persona que pueda observarlos de cerca o de lejos, aunque se mantiene oculto el hogar y prisión de la doncella, que ha de estar triste por el transcurrir de los siglos sin que aparezca otro valiente que se atreva a romper el hechizo.
En nuestro tiempos, me parece que el principal atractivo para asistir a la multitudinaria fiesta es encontrar la ocasión para reunirse con la gente cercana –familia, amigos, amores–, reforzar vínculos al compás de la música, compartir alimentos y anécdotas. Sentirse parte de una tribu y compartir una identidad. Porque todos saben que allí, en ese espacio, con la ciudad a la vista, hallarán gente cuyo ritmo vital se acompasa con el propio. Remite al tiempo ancestral en que el clan se reunía alrededor de la hoguera para escuchar viejas historias.

Multitudes abajo y en la cima de La Bufa.

Por eso la ciudad trepa –literalmente– año con año a regocijarse con el encuentro posible y deseable. Por ello defiende con ímpetu ese paisaje de las asechanzas de los mercenarios que desean verlo cubierto de pavimento y explotarlo como emporio inmobiliario y comercial. Por eso se mantiene alerta, para que la autoridad cumpla las eternas promesas de proteger un espacio sagrado: para que siga la fiesta.

La Fiesta

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