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SALVADOR MEDRANO SANDOVAL, EJEMPLO DE VIDA, ACTITUD Y FORTALEZA. PRIMERA PARTE DE DOS

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Decidimos encontrarnos en una calle del centro. Entramos en un café, su mano se apoyaba en mi hombro, serena, cálida, confiada. Chava, como lo conocemos todos, no siempre ha sido este hombre que refleja la paz en su rostro y que sonríe llenando el lugar de luz. Hoy sus ojos no ven, pero hubo un tiempo en el que estuvieron sanos.

“Me siento hasta cierto punto apenado, porque mi ceguera fue la consecuencia de un gran error que cometí: el consumo de sustancias. Empecé a usarlas a los 14 años sin darme cuenta de que es un ámbito en el que uno entra fácilmente, pero nunca sabe cómo va a terminar. Una sobredosis me llevó al hospital. El doctor le dijo a mi familia que entraran a despedirse porque no había esperanzas de que pudiera vivir. A pesar de escuchar todo, me sentí tranquilo, me decía que eso era bueno porque desde hacía mucho tiempo que deseaba morir. Acabar con todo. Perdí la conciencia pensando que nunca volvería a despertar y dejaría de sufrir”.

33 años tenía él en aquel momento. Lo que no sabía es que estaba muriendo, pero para dejar nacer al otro Salvador, al que estuvo silenciado durante todos esos años en su interior esperando renacer.

“Recobré la conciencia al tercer día. No podía ver nada. Fue mi hermana quien me dio la noticia de que había quedado ciego. Escuché la famosísima frase que dicen los doctores: ‘Ya no hay nada que científicamente se pueda hacer por ti, pero si crees en los milagros aférrate a eso, porque médicamente no existen posibilidades’ Y eso hice, realmente creía que podía suceder”.

Salvador Medrano Sandoval es un ejemplo vital: logró hacer del infortunio una poderosa palanca para incrementar sus posibilidades de vida.

“Mientras tanto, el comienzo fue muy difícil. Empecé el proceso de reflexión sobre lo que había pasado. Pensé en suicidarme en cuanto saliera del hospital. Pero, de alguna manera sabía que solo yo era responsable, y en el afán de poder detenerme porque no era capaz de parar por mí mismo, llegué hasta ahí. Fui a dar al hospital en un punto en el que yo ya no tenía ni control ni esperanzas. Obviamente, la depresión con la que había llegado se profundizó. Me juré nunca volver a consumir sustancias y sufrí el síndrome de abstinencia hasta que lo pude vencer”.

El nuevo Chava había nacido, y es aquí donde la historia se transforma. Hasta hoy el milagro de recuperar la vista no ha llegado, pero desarrolló otra visión más poderosa y profunda: la que da la perseverancia, la superación y las ganas de ser una persona viva, positiva… ¡Que puede!

“Un amigo me fue a visitar a mi casa, y no sé cómo me vería, porque me dijo que me diera cuenta de que ya no iba a recuperar la vista, sin embargo, aún era posible recuperar mi vida. Me habló de gente ciega que trabaja y sale adelante. Eso me despertó. Así que cuando se fue me levanté de la cama, como pude me afeité, me puse a lavar mi ropa y empecé a vivir nuevamente”.

Como suele pasar cuando la valentía sale a flote, también llegan personas a tu vida que te dan la mano y nunca más la vuelven a soltar. Yolanda Medrano, una de sus hermanas, ha sido una de ellas.

“Me llevó a una Fundación al mes que perdí la vista. Tenían aparatos para curaciones, modernos, con impulsos eléctricos que me ayudaban a sentirme relajado y dominaban mi ansiedad. Después comencé a irme con ella a caminar a la Panorámica y así poco a poco salí al mundo. Un día, me dijo que estaba buscando a alguien que le ayudara a hacer el aseo en su casa dos días a la semana, le pedí que me diera el trabajo a mí. Aceptó. La verdad es que eso me ayudó mucho a reaprender a hacer las cosas, a reconocer los implementos comunes, a lavar trastes, en fin”.

“Un día me preguntó si no quería estudiar, le contesté que estando ciego, ¿cómo podría? Ella tenía un ciber en su casa y empezó a ponerme tutoriales para aprender inglés. Desde entonces no dejó de insistir en los estudios, le decía que «sí» para que ya no me dijera nada, pero también pensando en que si era así seguiría aprendiendo por medio de tutoriales en Internet, pero no. Llamó a la escuela de idiomas para preguntar qué necesitaba para ingresar. En ese tiempo yo no sabía nada de la educación inclusiva, ni de discriminación o educación especial”.

“Nos recibieron amablemente, pero cuando la señorita que nos atendió supo que el alumno sería yo me dijo que no iba a tener trato especial, que el maestro no iba a estarse esperando por mí, que si desertaba perdía el dinero de la cuota semestral. Y como no tenía todo el dinero para el semestre le dije a mi hermana que no podía darme ese lujo. Además, pedían a una persona que me apoyara para desplazarme y asistirme durante las clases. Al último, nos recomendaron bajar al CADI a ver si ahí se podía”.

“La coordinadora me dio más opciones de ayuda, así que pagué mi inscripción y me quedé. Poco a poco comencé a irme solo a casa de mi hermana. En el CADI mi hermana se tomó el tiempo de enseñarme todo el lugar y hacerme tocar los espacios donde había ventanas, puertas, o lugares reducidos. Aun así, al principio, me daba miedo caerme, pegarme y me quedaba quieto en un lugar hasta que mis sobrinos iban por mí. Luego, una señora comenzó a invitarme a ir a escuchar audios y ya podía esperar haciendo algo”.

“…Llegó un momento en el que pedir que alguien de mi familia fuera conmigo a clases terminaba en pleito porque nadie quería. Entendí que ya no podía seguir dependiendo. Empecé a irme solo”.

Chava no solamente iba conquistando su independencia, sino que también regresó a la secundaria que había dejado trunca en otros tiempos. Acudió al centro Jaguares en Mazahuas y a través del INEA pudo continuar sus estudios”.

Sin embargo, era muy complicado para él tomar notas, recordar los datos, tener apuntes para repasar, y encontrar a alguien con paciencia para leerle las lecciones. “Recordé que cuando iba a la fundación me dieron un punzón y una regleta, los saqué. Solo había recibido entonces dos clases de Braille en las que aprendí lo básico. Así que comencé a practicar solo, de forma autodidacta. Mientras tanto, solo escuchaba”.

Y en ese momento, llegó a su vida la maestra Elizabeth Jane, otra mano que tomó la suya y lo ayuda hasta ahora a andar su camino.

“Un día, mientras repasaba Braille la maestra Jane me abordó y me preguntó qué estaba haciendo. Platicamos mucho y le dije que se me hacía muy difícil aprender inglés. Otro día, me dio dos discos de inglés para principiantes, con historias muy básicas que me ayudaron mucho. Me dijo que si regresaba al siguiente año ella me apoyaría en mis estudios. Así que continué en idiomas y no solo me apoyaba económicamente y con mis lecciones de inglés, sino que también me leía los libros de la secundaria abierta”.

“Jane me siguió ayudando en el CADI diario durante un año, luego espació más su apoyo porque empezó con otras actividades. Cuando estábamos juntos, me presentaba a toda la gente que iba encontrando o que la iba a buscar, y yo no entendía para qué lo hacía. Luego comprendí que eso me dio mucha seguridad porque la gente que me identificaba me iba guiando, apoyando y dándome confianza. Estar en un lugar que no puedes visualizar, en el que te tienes que mover y solo escuchas voces, risas, ruidos sin saber qué pasa, asusta. Así que esto me dio más confianza. Ya no estaba solo en aquel mundo de sonidos ajenos”.

“Pensaba que no iba a aprender inglés nunca, pero Jane estuvo a mi lado para impedir que desertara. Y es que, realmente, yo empezaba a preferir estar en mi casa haciendo marcos de madera. Trabajaba en carpintería antes del accidente. Sigo haciendo marcos, me va bien con ellos, pero eso me ocasionaba discusiones muy grandes con mi mamá que me decía que si no me bastaba la ceguera para ahora provocarme la pérdida de una extremidad con los aparatos. Pero al igual que hice con lo demás, reaprendí a conocerlos y a usarlos. Especialmente, me sentía seguro de manejarlos. La verdad es que, afortunadamente, tampoco me quitó los aparatos nunca y eso me permite tener ingresos. Yo ya no quería hacer el aseo en casa de mi hermana, es duro siendo ciego. Y a nivel personal también quería hacer otras cosas, me ponía desafíos para que la desconfianza se fuera de mí. No quería vivir lamentándome por mi condición; para mí, yo seguía siendo el mismo”.

En ese punto, una tercera mano llegó para enseñarle que había muchas formas de aprender, y que no tenía por qué ser tan complicado. Lo que cambió su filosofía de vida y aprendizaje – enseñanza para siempre.

“Una chica del INEA me empezó a asesorar. Ella se llama Bety Veloz. Me ayudaba con los libros y era muy disciplinada. Me construía figuras geométricas para que las conociera y supiera calcular las áreas y me aprendiera las fórmulas. Había material que me hacía en repujado para que lo pudiera tocar y sentir y fuera más sencillo para mí aprender. Era una chica muy creativa y me apoyó muchísimo, hasta que terminé”.

“El sistema del Cadi fue muy bueno para mí. Tres años después de mi ingreso un maestro de la licenciatura me pidió que asistiera como oyente a sus clases para que sus alumnos al verme, se animaran a hablar y pronunciar. Otro maestro me invitó después. Sus clases se basaban en canciones que teníamos que ir descifrando y eso nos ayudaba a incrementar el vocabulario y a saber estructurar oraciones. Ese mismo maestro me pidió ayuda para hacer su proyecto que era de inclusión, y acepté. Él me comenzó a llevar material en braille y al final hice un examen de ubicación en Braille también, él me lo aplicó y tardamos tres días para que pudiera completarlo. Solo éramos él y yo en su oficina durante el examen. Me ubicaron en el quinto semestre de la licenciatura de inglés”.

La historia de Salvador Medrano Sandoval sólo ha podido ser realizada con el concurso de muchas personas cuya colaboración ha contribuido a conformarla.

Después de que perdí la vista, me di cuenta de que era difícil aprender el sistema Braille, mi idea era poder enseñárselo a todos los que quisieran aprender. Incluso de manera gratuita como también lo he llegado a hacer para que los invidentes puedan tener un acercamiento al conocimiento, a la cultura. A través del Braille se puede inspirar a personas que no ven a conocerse gracias a la lectura de los libros que puedan conseguir. O también que puedan escribir lo que piensan y sienten. Siento que si se aprende algo debe compartirse, no tanto por ganancias económicas sino también para inspirar a otras personas a abrir su mente al conocimiento”.

“Yo ya había dado un taller particular con una niña a la que le enseñé Braille cuando pasó de la guardería al preescolar. Era muy inteligente y capaz. Ahora ya está en la prepa, su secundaria la hizo por completo en Braille. Este caso de éxito se logró porque también enseñé Braille a la mamá para que pudiera corregirla en sus tareas y trabajos. Y esto hizo toda la diferencia. Empezaron a ya no necesitarme porque entre ellas ya pueden resolverlo todo”.

“En varias ocasiones los estudiantes de distintas carreras me abordaban para pedir mi opinión sobre proyectos de inclusión que planificaban para sus tareas escolares. Había algunos que eran muy buenos, con recursos muy interesantes. Sin embargo, nunca he sabido que alguno de ellos se haya puesto en práctica.”

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