Un niño se cuelga del brazo que debe sostener una brocha en la esquina de Pósitos y Juan Valle. Diego, el odiador de infantes (decía que se los comía), ve cómo su estatua sirve para que las palomas posen, para que una niña dé vueltas entre gritos, mientras su madre les dice con tono de enfado, pero casi inaudible, que se “estén quietos”. Ellos siguen, Diego los goza porque ese bulto de bronce dialoga con el ánima del “caraesapo” que se refugia a la vuelta, cuando viene de Coyoacán; está poseído por el fantasma de la niñez que vivió en la casa cercana convertida en museo.
Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de Rivera y Barrientos fue un pintor realista, cubista y muralista. Sus obras pictóricas son de alto contenido político y social y están en su mayor parte en edificios públicos. Todo eso tiene una esencia de su niñez.
Nació un miércoles, el 8 de diciembre de 1886. Hijo de familia aislada por su liberalismo, que de niño fue arrancado de tierra minera y que al estudiar y viajar por muchos países se convirtió en ciudadano del mundo y poco o nada aludía a ese lugar sinuoso, enclavado en una cañada, donde vio la luz. Ese Diego niño, con su cara redonda distinguida por ojos negros, grandes y saltones.
El cronista municipal de Guanajuato, José Eduardo Vidaurri Aréchiga, dice que Diego fue un niño soñador, distinto y creativo:
“Él nace en una época complicada. Él nace el 8 de diciembre de 1886, no nace solo; es decir, nace junto con un hermanito gemelo en una noche tormentosa, con mucho viento, con muchas cosas complicadas que solamente ceden cuando Diego Rivera termina de nacer”.
“(Era) una familia guanajuatense, de mucha tradición, pero con ideas un tanto liberales por parte de su padre. (Tales ideas eran) muy liberales, muy fuertes, lo que lo vuelve en algunos momentos un personaje un tanto incómodo”. El padre era inspector de escuelas y el niño Diego lo acompañaba a muchos lugares.
La niñez de Diego en Guanajuato tiene varias referencias:
Para empezar: Diego de Guanajuato, de Armando Olivares Carrillo. Es un texto escrito en 1957, año de la muerte del pintor, como resultado de la visita que el muralista hiciera a su ciudad natal tres años antes para ser homenajeado. Fue la reconciliación con Guanajuato. El texto fue publicado originalmente por la Universidad de Guanajuato y tiene dos reediciones con el gobierno del estado.
El ensayo de Olivares reconoce que, en su vida pública, Diego Rivera “no piensa mucho en Guanajuato y, a decir verdad, tampoco Guanajuato ha reclamado premiosamente a Diego”, pero señala que Diego es un nombre común en Guanajuato y establece que rasgos estilísticos y de narrativa visual de la obra del pintor tienen referencias o están inspiradas en lugares y representaciones guanajuatenses que conoció en su niñez.
La otra obra alusiva a la niñez dieguina es El Monstruo en su laberinto, libro de Alfredo Cardona, quien entrevistó al muralista durante todo un año para así lograr un texto que narra, entre otras cosas, cómo Diego descubre de niño su pasión: “los lápices, describió los colores y empezó a pintar. Empezó a rayar todo lo que se encontraba en la casa, al grado que sus papás tuvieron que colocarle una pared especial con un lienzo, una tela negra, para que él trazara los dibujos y jugara ahí”.
La madre de Diego Rivera era una mujer muy triste, ya que su hermanito no presentaba muy buena salud y muere aproximadamente después de un mes de nacido. “Eso le produce una fuerte depresión a su madre. Su madre vive ensimismada o metida en su mundo interior tratando de resolver su crisis”.
La situación cambió un poco con el nacimiento de una de sus hermanas. Durante el parto, sus tías le pidieron a Diego que saliera de la casa para permitir el nacimiento del bebé.
“Cuando las tías lo fueron a buscar y le dijeron: «ya nació tu hermanita, nació en una caja muy bonita», entonces Diego, un poco desesperado, se puso a buscar la caja; no la encontró en ningún lado y acusó a sus tías de que le habían mentido”.
El autor documenta que en la imaginación del Diego niño construyó una fantasía donde, en realidad, lo que había sucedido era que a su mamá le habían dado un huevo. “Ella lo había empollado y de ahí nació su hermanita, es decir, un niño un poco ingenuo, pero también con una gran creatividad para imaginar”.
Eduardo Vidaurri narra otro momento: el niño Diego encuentra una rata, la disecciona y fue a increpar a sus tías diciendo: “«ya supe cómo nacen las nuevas criaturas», ¿no?, y las tías lo calificaron como «¡niño, estás muy raro, eres un monstruo!» Por eso es que entonces le dio el título al libro: El Monstruo en su Laberinto“.
Según el cronista, con base en el análisis del libro de Cardona, el niño Diego tenía mucha socialización y corrió por las angostas calles de la ciudad e hizo sus pininos como dibujante:
“Se compraba dulces y juguetes en el Canastillo de Flores, una tienda muy famosa. Luego cuentan que cuando ya llegaba a su casa con los juguetes, los desarmaba para ver cómo era el mecanismo, cómo funcionaban. Entonces se ganó el mote de «el ingenierito»; (…) Cuando ya salía a la calle le decían «ahí va el ingenierito», parecía ser un niño muy interesante”.
El pensamiento liberal de don Diego Rivera Acosta hizo que la familia Rivera Barrientos se fuera de la ciudad de Guanajuato a finales del siglo XIX. Diego Rivera tenía 10 años de edad, la familia del muralista se vio envuelta en conflictos con gente de su entorno debido a diferencias sobre el culto religioso. Diego fue dejando atrás una niñez de contrates: el liberalismo radical y la disciplina férrea positivista de su padre y la profunda religiosidad de su madre.
En ese contexto y con esos antecedentes, el niño Diego se quedó en Guanajuato, el adolescente Diego se formó fuera de Guanajuato. El joven Diego se formó en Europa; Diego Rivera, el pintor, se hizo comunista y eso lo distanció todavía más de su ciudad natal.
El reencuentro
En 1954, Armando Olivares Carrillo, un joven intelectual abierto al mundo de su tiempo y a la vez hombre de amor por la cultura y el arte hizo que Diego Rivera fuera homenajeado en la Universidad de Guanajuato. El muralista falleció tres años después y el joven rector de la institución que relevó al Colegio del Estado, impulsor de la cultura cervantina en Guanajuato, murió en 1962.
Diego fue acompañado en esa ocasión por la periodista socialista venezolana Teresa Castillo. Existe la foto donde ambos, tomados de la mano, salen de la casa donde el pintor pasó su niñez. Le quedaban tres años de vida.
Para Olivares Carrillo, el espíritu guanajuatense de Diego está en la filosofía estética y gráfica de su obra mural y la gran similitud entre el pintor y su ciudad es que ambos son rebeldes y aman la libertad. Y no podía ser menos: al describir el caserío multicolor sobre los cerros que flanquean a la cañada, Olivares calificaba a Guanajuato como “la ciudad más cubista que tiene México”.
Y Diego correspondía al opinar antes de morir:
“De las toneladas de tinta que se han gastado en mi favor o en mi contra, es ésta la primera vez en que con claridad se piensa y expresa lo que realmente soy: un guanajuatense”.
Diego murió lejos de la ciudad que lo honró poco antes de morir, de la ciudad que a empujones de otro grande del muralismo, José Chávez Morado, lo comenzó a recordar. De la ciudad que lo recuerda más por ser la pareja de Frida y que soslaya su condición de comunista. Al que presume con orgullo es al Diego Rivera niño, que se autorretrataba como niño de campo, sin serlo, pero que se plasmó más fiel a lo que fue en el mural de Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central.
La figura de bronce que está en Juan Valle debería ser de ese niño regordete y ojón, con pantaloncillos cortos, chaquetilla y su sombrero de ala redonda, mientras chupa su paleta, para que luego saque sus lápices y plasme en los muros de la ciudad su infantil graffitti, preludio de lo que sería en el futuro la esencia de los trazos que le darían proyección mundial.