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TOUR A MEDIANOCHE

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En sitios y horas distantes del bullicio,

un sosiego sin par impera en Cuévano

“Silencio, que están durmiendo
los nardos… y las azucenas…

Las rutilantes luces se intensifican. La calma es apenas interrumpida por el ladrido de un perro, el precavido andar de un noctívago o alguna pieza musical que surge desde el fondo de alguna vivienda o habitación. El viento, si acaso lo hay, fluye suave por la piel. Los gruesos muros de las viejas construcciones crean rincones oscurísimos y, en conjunto con las sombras, forman imágenes dignas de un sueño inquieto o de un filme tenebroso.

Guanajuato, ciudad en parte salvada de la ruina económica por el masivo turismo de nuestros días, podría muy bien asumir el mote —asignado en otro tiempo a la capital del país— de ser “la ciudad que nunca duerme”. Y sí: bastante común es que las parrandas festivas de estudiantes y visitantes, así como las constantes y estruendosas fiestas católicas, se prolonguen hasta altas horas de la noche, casi casi hasta que raya el sol, con su cauda de ruidos y música, cuya intensidad va en proporción directa a la oferta etílica.

Inusitada soledad en el Jardín de la Unión. A unos pasos de allí, el pasaje de Von Humboldt. Y luego, la imprescindible vista al héroe de piedra.

Encontrar momentos de quietud en el Centro Histórico es tarea harto difícil, mas no imposible. Evidentemente, cuanto más se aleje uno del rítmico corazón urbano, que alimenta el ansia de diversión nocturna, más espacios de silencio y soledad encontrará. Y según avanza la noche, se multiplican los instantes serenos, aunque de pronto nos invada la humana inquietud de sentirnos vulnerables a los peligros que también propicia la penumbra.

Difícil es encontrar vacía el área medular guanajuatense. Aun cuando, en la madrugada, los músicos guarden sus instrumentos para volver al hogar y los últimos bohemios emprendan la retirada, aparecerán agentes de policía y personal de limpia para atender sus respectivas labores. Además, los comerciantes harán cuenta de ganancias o pérdidas y los empleados de bares, antros y similares saldrán a la calle cansados, pero aliviados, por otra jornada de trabajo concluida.

Es entonces, en el breve lapso que transcurre entre el descanso de la mayoría y el inicio de un nuevo día, cuando plazas, jardines y calles céntricas muestran, al resplandor de los faroles, una magnificente soledad, una calma inusitada, una espléndida belleza, tan excepcional que da pena interrumpirla con nuestros pasos. “El músculo duerme, la ambición descansa”, dice un famoso tango, con sentida razón.

La silenciosa, y serpenteante, Calle de Pósitos. Cuadras abajo, en pleno centro, el reino de la quietud.

Los callejones muestran paisajes algo distintos. La estrechez de sus pasadizos, las luces tenues con que suelen alumbrarse, la paredes recientes o antiguas contribuyen a crear una atmósfera cercana al surrealismo. Algunos poseen murales que, en ese ambiente cargado de melancolía, parecen cobrar una vida que más tarde, con la luz del día, los abandona. Algún gato corre a esconderse ante el paso de los humanos y no falta el ventanuco iluminado, a través del cual una figura observa disimuladamente detrás de una cortina a contraluz.

Un gran puente y un diminuto ángel en la Calle Tepetapa.

También puede haber un grupúsculo de jóvenes —o no tanto— que sentados en carcomidos escalones degustan los restos de caguama a la vez que tararean o carraspean una melodía emitida por una bocina conectada a través del éter con algún celular. Igual que en un antiguo jingle, hay de todo y para todos: desde cumbias sensuales hasta obscenas letras de regaetón, pasando por las clásicas rancheras o norteñas, sentimentalonas baladas o encendidos compases de rock, según el gusto particular de cada oyente.

Mural en Santo Niño.

El paseo después de medianoche permite admirar un Cuévano distinto, poco apropiado para mentes invadidas de justificado temor o seres indiferentes, sino para espíritus vampirescos que parecen disfrutar el hálito nocturno o vagar entre luces y sombras; quienes con los sentidos en alerta dan vuelta con extrema precaución en cada recodo, cruzan los senderos de parques y jardines con actitud vigilante y aguzan los sentidos cuando topan con otro caminante solitario, puesto el pensamiento en fantasmas de leyenda, todo por el puro afán de recibir como premio a su curiosidad vistas poco comunes del entresijo que da forma al viejo Real de Minas.

Cabalgata nocturna del Quijote y Sancho, bajo la media luz. En contraste, Plaza escondida, a plena luz.

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