Inicio Disruptivos y Frikis EL ARTE DE REPARAR MÁQUINAS DE ESCRIBIR

EL ARTE DE REPARAR MÁQUINAS DE ESCRIBIR

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J. Guadalupe (no es José, ni Jesús, ni nada por el estilo; se llama así: “J.” Guadalupe) ya que por un error así quedó en su acta de nacimiento. Sus apellidos son Martínez Pérez y desde 1985 se dedica a la reparación y venta de equipos para oficina. Hoy, es experto en máquinas de escribir, pero ya poco se venden, y pocas son las que le llevan para reparar.

Recargado en el mostrador de su taller, localizado en la calle República de Perú Num. 100 Accesoria A, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, don J. es sorprendido por Equisgente. En ese instante estaba concentrado en revisar una máquina de escribir Oliver de 1908. Sin perder la concentración accede a mencionar datos interesantes de su oficio.

“Inicié esta actividad en 1980 como ayudante de mi hermano Félix (q.e.p.d.), hasta que con estudio y dedicación llegué a Técnico”, señala con voz suave pero firme. A lo largo de su carrera ha reparado máquinas de escribir en sistema braille y en hebreo, las cuales, dice, “son difíciles de componer, sobre todo las segundas, que corren de derecha a izquierda”.

El maestro Martínez Pérez es experto en el arte de dar nueva vida a las máquinas de escribir. (Fotografías, Graciela Nájera Sánchez)

Otras rarezas que han pasado por sus manos son las que escriben con tipografía cursiva, también llamada manuscrita o de carta. “Las que todavía se venden son las portátiles. No hace mucho tiempo que una joven vino y se llevó una portátil de tipografía cursiva, no sólo porque necesitaba una máquina, sino porque la letra cursiva le fascino”, recordó.

Las computadoras y otros dispositivos electrónicos han desplazado a las máquinas de escribir hasta casi hacerlas desaparecer, sin embargo, éstas siguen vigentes. Don J. Guadalupe comenta que “vendo cada vez menos, pero reparo todas las que me traen. Quienes las compran son los nuevos médicos que hacen sus residencias en hospitales”.

Explica que a esos médicos se les exige contar con una máquina de escribir, sobre todo, para escribir en ella las recetas, que por lo regular llevan copia. Otro uso frecuente que tiene esa herramienta es el alquiler. “Casi no vendo ni reparo, pero vienen y me las rentan para usarlas como escenografía en telenovelas, películas o series de época, y lucen bien”.

Otro dato curioso que menciona el Técnico Martínez Pérez es que muchas personas han llegado hasta él para que repare, limpie, y dé nueva vida a viejas máquinas de escribir que han heredado de sus padres. “Me las traen para que las deje como nuevas, porque desean conservarlas como un recuerdo de familia o como una reliquia de algún ser amado”, dice.

A unas cuantas cuadras de allí, en el número 22 de la calle de Allende, también en el Centro Histórico de la Ciudad de México, está un taller en el que se enaltece el arte de reparar máquinas de escribir, mecánicas, eléctricas y electrónicas, que con dos siglos de existencia desde que irrumpieron en el mundo, hoy son objetos de culto y de colección.

En la actualidad, cabe señalar, las máquinas de escribir son ampliamente utilizadas por diversos sectores de la población. Además de cientos de médicos que en ellas elaboran sus recetas, las usan secretarias que escriben pequeñas tarjetas, y quienes llenan cheques que de otra forma no podrían hacerlo; a mano no es rápido, y en computadora es más difícil.

Allí, los hermanos Alejandro, Roberto y Salvador Montero, junto con su compañero Marcial Jiménez, son artistas que dan nueva vida y esplendor a tan sofisticadas obras de ingeniería en su establecimiento “Servicio Montero”, espacio de dimensiones pequeñas donde paredes y piso, con máquinas, herramientas y refacciones, revelan su noble labor.

Rodillo, tipos, barra, segmento, trucks, rieles, piñón, escape y cremallera, son ejemplo de las palabras que definen a las más de tres mil piezas que tiene una máquina de escribir promedio, de tipo casero o estudiantil, de acuerdo con lo comentado a Equisgente por Marcial Jiménez, experto reparador y conservador, y evidente apasionado de su oficio.

El transeúnte que pasa por la puerta de ese negocio y más aún quien entra en él, se percata rápidamente del reducido espacio en el que tres operarios trabajan en medio de “esqueletos” de máquinas, cada uno detrás de su pequeña mesa cuyos cajones guardan cientos de diminutas piezas que algún día habrán de servir a otra máquina de escribir.

Para ellos, existen tres temporadas altas al año. “Los médicos vienen a reparar sus máquinas de escribir, o a comprar una restaurada, durante su Internado, Residencia, o Especialidad. La necesitan para apuntes y recetas que requieren caligrafía clara y legible, por eso una máquina pequeña les ayuda y facilita el trabajo”, explican los especialistas.

Con más de 100 años de uso, esta máquina de escribir espera pronto volver a trabajar. (Fotografías, Graciela Nájera Sánchez)

Los ingresos económicos se han visto mermados en los últimos años, ante la desaparición de las empresas que fabricaban las máquinas de escribir. Para colmo de males, el taller de Mecanografía ya desapareció de las escuelas secundarias del país, lo que vino a impactar negativamente en la venta y reparación de esas herramientas escolares”, dijo Jiménez.

“La máquina de escribir es en ciertas oficinas y consultorios médicos como una sartén en la cocina, donde si bien hay hornos de microondas y otros aparatos vanguardistas, nada como la sartén tradicional para preparar un buen par de huevos fritos”, mencionó jocoso el entrevistado, en una analogía que refleja todo el valor y permanencia de las máquinas.

Los cuatro artífices saben que Eliphalet Remington creó la primera máquina de escribir comercial, en los albores del siglo XIX, en Nueva York. “Luego de obtener fama con sus máquinas de coser, la empresa E. Remington and Sons compró en 1872 los derechos de una máquina de escribir de la firma Sholes and Glidden, ideada por Christopher Sholes.

Esa máquina generó una revolución en el hecho cotidiano de escribir, dejando lápices y plumas a un lado, pues el novedoso artefacto muy pronto ocupó sitios privilegiados en el interior de todo tipo de negociaciones alrededor del mundo, aunque desde 1714 se habían realizado numerosos intentos por crear una máquina que escribiera de manera mecánica.

De voz templada y segura, rostro serio pero amable, y amplio vocabulario que le permite expresar sus ideas con claridad, Marcial Jiménez Rodríguez nació en la capital del país. Hace casi 50 años dio sus primeros pasos en este oficio y hoy uno de los pocos artistas de su tipo no sólo en la Ciudad de México, sino en el país, donde hay menos de un centenar.

“En el Centro Histórico de la Ciudad de México somos no más de 15 maestros, eso significa que se trata de un oficio en vías de extinción. Por un lado, porque las nuevas generaciones ocupan equipos de computación, y por otro, todas las fábricas de máquinas de escribir ya cerraron, consecuentemente, las refacciones tampoco se fabrican”, dijo.

A pesar de los años, gracias al mantenimiento funcionan como nuevas. (Fotografías, Graciela Nájera Sánchez)

Hasta la década de los 90 era relativamente fácil comprar una máquina nueva y hallar las refacciones que hicieran falta. Ahora no se fabrican y las refacciones ya no existen. Ante esa circunstancia y para poder ofrecer el servicio que el público exige, muchas veces allí mismo fabrican las piezas faltantes, es decir, han desarrollado una nueva aptitud.

Ante el cierre de todas las fábricas de máquinas de escribir, por el “boom” de las tabletas, lap tops y computadoras de escritorio, y debido a que los jóvenes en la actualidad poco interés tienen por aprender el oficio, y conocer la enorme ingeniería aplicada a las viejas máquinas de escribir, “ya hablamos de que reparar máquinas de escribir es un arte”.

Alejandro, Roberto y Salvador Montero García, así como Marcial Jiménez, tienen en su local un “deshuesadero” de máquinas de escribir, un arsenal de refacciones que permite seguir adelante en el negocio que les inculcó el tío Ruperto García Hernández, pero que con el devenir de los años ha pasado a ser una difícil pero gratificante actividad artesanal.

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