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LA VOCACIÓN PRECISA

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En el principio, quería erigir un elogio de la ciudad pequeña. Vista como contrapeso de las ciudades de talla mayor que abruman con su electrizante dinamismo a la vez generador de productos y de resultados indeseables. La ciudad pequeña como el sitio donde mantener el contacto entre las personas, la que es posible caminar de la punta al cabo, donde aún perduran los ecos de la actividad más bien rural. Ciudades que han crecido fuera de la ruta de las carreteras y autopistas y que son, por lo tanto, no muy atractivas
para el tránsito porque no llevan a otra urbe. La ciudad pequeña, que no es mágica en el sentido turístico del término. Un lugar donde, para decirlo con llaneza, en pleno siglo XXI, tan solo transcurre morigerada la vida.

En el camino de este propósito apareció Emiliano, cuya forma de vida llevó un poco más lejos el propósito. “Soy amante de la naturaleza”, me dijo. Con su presencia hizo aparecer en el horizonte el poblado que no quiere ser ciudad. El que hace casi cincuenta años solo era una localidad y hoy no pasa de 300 familias. El que no ha dejado de ser su núcleo vital a pesar de que tuvo oportunidad de migrar a alguna ciudad. El terruño, al que se encuentra por demás arraigado, en la plenitud de su vivir, haciendo crecer de a poco su
patrimonio y mirando acrecentarse su familia así como crecen sus árboles frutales, el maíz en su huerto.

Habla con brío, con la convicción de quien se sabe plantado en su mejor lugar. Sus exclamaciones son frecuentes: “Voy, hoy en día, y me siento a esa sombra. Una chulada al aire libre. Me gusta apreciar los pajaritos del campo. ¡Mira!”, y en seguida me muestra en su celular la fotografía de un correcaminos. Otro rasgo predominante es su curia, la meticulosidad con que refiere lo que hace, lanzando la mirada a lo lejos, en un tiempo que está más allá de lo inmediato: “Saqué la plantita de un árbol, un mezquite. La saco, la pongo en un recipiente, maceta, hasta en uno del mismo refresco. Lo corto, pongo el mezquitito chiquito. Después de… esto lo hice en mayo… junio, julio, agosto. Lo planto en agosto, a los dos meses. Me llevo la plantita chiquita. Después de tres años están así los mezquites. ¿Te imaginas lo que van a ser estos mezquites?”.

Es obvio que San Isidro no sobresale en el mapa y que no hay carretera en la ruta del Bajío Industrial que lo incluya. Mirando desde el otro lado, no es tan obvio sin embargo que Emiliano no hay migrado, siendo como fue estudiante normalista en Irapuato y maestro en ejercicio docente durante poco más de treinta años. Dice: “Es que… te soy sincero… pero el magisterio no era mi vocación. Yo quería una ingeniería cuando menos, cuando menos. Mis aspiraciones eran otras, mínimo una ingeniería agrónoma. Para el campo. Yo tenía muchas ganas de medicina o de una ingeniería electricista. Sí, algo así. Acabé en la Normal porque no teníamos dinero. Durante la semana tenía que ahorrar un veinte, cuarenta centavos, para el día viernes ir y comernos, con la señora que estaba vendiendo los desayunos, los almuerzos donde la parada de los micros, que nos daban a tres pesos el desayuno: frijolitos, chilito de carne de puerco, tortillas calientitas.” Emiliano al parecer no Experimentó el impulso de “progresar”, yéndose de su circunstancia, tanto como el de quedarse, profesar esas actividades e introducir ajustes bienhechores.

“Es que a mí me gusta ver la naturaleza” vuelve a decir con un orgullo bien proporcionado. Y remata: “Porque la vida en el campo es muy tranquila. Siento que ahí mismo puedo hacer, ora sí, lo que a mí me gusta. En el campo no necesitas tú ninguna protección, ninguna seguridad. Te da tranquilidad. Te sientes a gusto. Tengo un tejadito, muy cerquita del cerro, donde tengo los nopales. Me voy con mi familia. En esta semana nos fuimos dos días. ¡Todos! ¡Todos! El primer día, que fue el lunes de esta semana, hicimos nuestros
bisteces con nopales, con verdura, cosas semejantes y nuestros refrescos. El día de ayer llevamos nuestros elotes, asamos nuestros elotes, y después de asar nuestros elotes, venga un refresco, nuestro refresco, de sabor, amargosos, modelito especial, en botellita o bote. Tengo un nietito de tres años, cuatro años, una sobrinita de tres años. Somos un promedio de trece, todos en círculo, juntos bailando, ¡todos! Esas son las satisfacciones. La tranquilidad, lo que disfrutas con tu familia. ¿Te imaginas a las once de la noche, por allá, bajar… estarme yo bañando a la una de la mañana?”.

Los nopales, los árboles frutales, la crianza de ganado para su actividad como lechero, su curiosidad por los cultivos, nutren su chispa vital, ocupan el decir de Emiliano. Mientras tanto, en sus descendientes la vida continúa, cumpliendo propósitos de otrora: “El mayor de mis hijos se dedica al campo, no estudió. El otro es profesor de educación física. Y la mujer estudió medicina. Ella sí”. ¿Y la ciudad pequeña? Gracias a Emiliano, otro día será el suyo. 

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(Irapuato, Gto. 1963) Movido por conocer los afanes de las personas, se adentra en las pulsiones de su vivir a través de la expresión literaria, la formulación de preguntas, el impulso de la curiosidad, la admisión de lo que el azar añade al flujo de los días. Cada persona implica un límite traspuesto, cada vida trae consigo el esfuerzo consumado y un algo que debió dejarse en el camino. Ponerlas a descubierto es el propósito, donde quiera que la ocasión posibilite el encuentro. De ahí la necesidad de andar las calles, de reflexionar en voz alta para la radio, de condensar en el texto la amplitud vivencial.

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