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SEMILLA DE LETRAS EN TIERRA DE METALES

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En comunidades mineras, leer y escribir hacen la diferencia como experiencia de vida.

Hemos escuchado hablar de la necesidad de la lectura. Estamos habituados a oir hablar de libros y de la magnificencia de su impronta. Pero ¿quién se ocupa de llevar los libros, de promover la lectura y aún de generar inquietudes literarias en personas de las localidades distantes de la cabecera municipal? En el caso de Guanajuato capital, la escritora y editora Elena Ortiz se dedicó a esa labor durante alrededor de cuatro años. Lo hizo contando con el apoyo de la minera Great Panther Silver que le facilitó algunas condiciones para que acudiera a comunidades y barrios mineros.

¿Cómo surge la idea de este proyecto?

En un momento de sus andanzas escriturarias y de edición, dice Elena Ortiz que sin tener una idea clara de hacia dónde ir ya sabía que quería ir a las comunidades. En ese tiempo vivía en Mellado, donde había una casa junto al templo, propiedad de la compañía minera que al parecer no sabía a qué destinar el inmueble. También le dijeron que la minera tenía un departamento de atención comunitaria. Estaba a la cabeza de esa oficina una persona que antes había trabajado en Guatemala con este tipo de actividades, a quien Elena Ortiz presentó el proyecto y le llenó el ojo. Así que le dijo: “Te voy a dar Mellado, y si logras sobre todo que los niños permanezcan más de dos meses en el taller te doy otra comunidad, otro barrio”. A los niños les gustó el taller —tanto como para permanecer activo cerca de cuatro años— que le “dieron” a Elena también Cata, y ella acabó yéndose a Mexiamora, Sangre de Cristo y San Pedro Gilmonene.

La idea de “dar” barrios o comunidades para su atención procede del hecho de que la compañía minera tiene la responsabilidad de atender las necesidades de las comunidades cuyos pobladores están explotando las minas. Así pues, a veces por su cuenta a veces en colaboración con el ayuntamiento, la compañía escucha qué necesitan y colabora en su provisión. De esta manera, Elena Ortiz ofrecía sus talleres lecturarios y escriturarios, en Mellado, en la casa descrita; en Cata, en la sala de juntas de las oficinas de la minera; en Sangre de Cristo, en el atrio del templo; en Mexiamora, primero en el kiosko y después dentro de un salón donde la maestra de la escuela les dio permiso de reunirse; y en San Pedro Gilmonene, en el patio de una casa.

¿Qué sucedía en esas sesiones?

Para promover tanto el leer como el escribir, la coordinadora de estos talleres no se complicaba la existencia: siempre traía el carro lleno de cajas de libros, de hojas, de colores, de todo, y extendía los materiales libremente. Los niños llegaban y tomaban lo que necesitaban. Otra cosa era el escribir. Dice ella misma: “En cuestiones de expresar lo que sienten y de que hicieran sus cuentos yo nunca he tenido problemas con que lo hagan, porque siento que hay una gran necesidad de contar, de contar y de expresarnos, y sobre todo los niños que tendemos a silenciarlos. Los niños tienen muchas cosas que decir y cuando se les da la oportunidad de decirlo, se expresan con toda libertad”.

La maestra Elena iniciaba las sesiones platicando sobre algún autor y contando un cuento. Cuentos que tuvieran un sentido con lo que estuvieran viviendo en ese momento o que tuvieran un mensaje especialmente de perseverancia y de esperanza. Y seguían las actividades.

Cuando los niños aprendices terminaban su escrito del día y solían preguntar “¿ahora qué hago?” ella les decía: “allá están los libros”. Entonces iban por algún libro y poco a poco se adentraban en su lectura, llegando al punto de comentarle: “No lo terminé, pero ¿me lo prestas para leérselo a mi hermanito, a mi papá, a mi abuelita?”. Y así se lo llevaban. Muy en específico recuerda Elena Ortiz que en una comunidad había un niño que ya no le pedía cuentos; le decía: “¿No tendrás una novela de Isabel Allende? ¿No me podrás conseguir los de Harry Potter?”. El niño “sí los leía y se sentaba y platicaba conmigo lo que había leído”.

Otro ejemplo, en palabras de la propia coordinadora: “Me llevaba por ejemplo unas revistas de arte. Como muchas de las veces no había en que apoyarse o la mesa estaba muy cacariza, yo les daba esas revistas para que las pusieran debajo de sus hojas, y entonces ellos se ponían a leer las revistas, en lo que se inspiraban o en lo que yo terminaba de repartir el material. Luego me preguntaban cosas como ‘Este país, ¿dónde queda? Era como si ampliaran su mundo”.

Pero no solo eran niños los aprendices, también había oyentes perros. Animales, dice la editora, que llegaban a tiempo y se iban con los niños. Cuando les decía a los niños “Vamos a sentarnos en círculo para la historia” los perros por igual tomaban su lugar en el círculo. Los niños ya los veían como miembros del grupo, que incluso observaban “hoy no vino el Roñas”, perro que a veces llegaba corriendo poco más tarde.

¿Cuáles fueron los frutos de esta experiencia?

Entre otras cosas, la compañía minera patrocinaba la revista “Alas de papel” que editaba Elena Ortiz para acompañar el proyecto. Era una revista en cuyas páginas figuraban textos de los niños pues desde un principio esa fue una línea esencial del proyecto. Además les buscaba espacios de publicación: los sábados, antes de la pandemia, en la sección local de un periódico tenían un sitio, y en ocasiones conseguía que les invitaran a participar en espacios virtuales. A los niños les mostraba las capturas de pantalla en su teléfono y los periódicos se los llevaba. Para ellos era de mucho orgullo, y para sus familias también. El propósito era que cada niño tuviera su libro; pero ya no pudo concretar ese anhelo, entre otras razones, porque en ese momento se quedó sin auto.

A decir de la propia coordinadora: “Monetariamente no había muchas ganancias porque era una cosa como una ilusión, una cosa se iba con la otra. Pero espiritualmente, moralmente, yo puedo decir que esos talleres en las comunidades han sido la experiencia de mi vida, fue maravilloso”. ¿En qué sentidos esta es la experiencia de su vida? Ella misma responde: “El trayecto se disfruta como no tienes una idea porque son caminos muy bonitos; halcones en el cielo, de repente miras un ciervo, un correcaminos, cosas que ya no estamos acostumbrados a apreciar. Llega un momento en que ya no tienes señal de celular, lo cual es una bendición, porque estás en paz contigo mismo. Desde allí ya era toda una experiencia. Los niños son niños en estado puro, porque no tienen conexión con internet y porque las familias están encargadas totalmente de ellos. Cuando están en la escuela les llevan sus taquitos con tortillas recién hechas y su salsita. ¿Ya dónde se ve eso? Y los niños decían ‘Es que somos pobres’. No, les decía, ‘Yo soy más pobre que ustedes en muchos sentidos’. Ellos cosechaban sus verduras, cocinan lo que ellos producen. Fue un aprendizaje de vida. Además era muy divertido estar con ellos, porque sus carcajadas eran diferentes, se reían de cosas tan simples con unas ganas, que te contagian de lo simple que es la vida y a veces olvidamos”.

¿Cómo termina esta historia?

Después de quedarse sin carro, durante varios meses acudió yendo en el camión y caminando, porque no quería dejar a los niños. Según comenta, le dolió mucho dejarlos pero le fue necesario poner en la balanza su situación y tuvo que ser juiciosa.

Relata que no hace mucho volvió a ver a los niños de Mexiamora: los vio a todos y todos la recibieron contentos. Y aquel niño que empezó siendo pequeño, el que le pedía novelas, ya trabaja, en el campo, pero con la visión de llegar a ser abogado. “Van a ser grandes esos niños”, reflexiona Elena Ortiz. Y añade: “Probablemente sí siguen escribiendo, pero ya no hay nadie que los incentive. La semilla ya está allí. Y va a germinar.” De este modo, concluye, aunque haya sido brevemente, pudo darles a los niños la infancia que a ella misma le habría gustado tener.

Coda

Elena Ortiz continúa hoy con un taller de Alas en el museo Gene Byron. Dirige la editorial Pacholabra (la que apapacha la palabra) en la que tiene cuatro libros de niños en espera de ser publicados. Ese objetivo puede conseguirse mediante personas que quieran apadrinar la edición de un libro o contratar los talleres de Alas (una parte del costo se destina a la producción de los libros de los niños).

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