El del Espinazo, un callejón con fantasma
Entre los cerca de 2 mil 700 callejones que tiene Guanajuato, muchos poseen nombres verdaderamente extraños. Uno de ellos es el del Espinazo, que sube desde una rinconada de la calle Sangre de Cristo, casi junto al Jardín Embajadoras, y culmina en la Carretera Panorámica, a unos metros de donde inicia la histórica bajada del Tecolote.
Sin embargo, hace varias décadas el callejón no llegaba hasta arriba, sino que terminaba más o menos a mitad del cerro del Hormiguero, con vista a lo que fue el antiguo internado “Ignacio Ramírez”, hoy sede de una escuela primaria y una secundaria. Cerca de las últimas casitas de la cuesta había un pozo de agua, el cual al parecer ya no existe, o quedó dentro de alguna de las viviendas que han cubierto lo que quedaba de área silvestre.
En una de esas últimas casas vivían mis abuelos maternos. La vivienda, típica de la época, constaba de una serie de habitaciones de gruesos muros de adobe, levantadas junto a un largo corredor adornado con floreadas macetas y un patio algo más elevado. Al fondo, una jacaranda y un pino proporcionaban sombra en los soleados días del verano, y multiplicaban el rumor del viento entre sus hojas en las tardes y noches del otoño.
Mi abuelo, personaje sabio como pocos, contaba a sus temerosos pero embobados nietos y nietas que un fantasma rondaba la casa, el cual aparecía de cuando en cuando, sobre todo una vez que el reloj marcaba la medianoche. Algunos no dábamos mucho crédito a esas narraciones, pero en las ocasiones en que los primos que estábamos de visita dormíamos allí, sobre petates colocados en el piso, más de alguno llegó a sentir una sensación extraña que nuestras madres atribuían a que “se cargó el muerto”.
Don Toño, como se llamaba mi abuelo, nos contó que una vez, en la duermevela, escuchó la voz del dichoso fantasma, quien le dijo que cavara junto a una pared de la pieza que ocupaba, hasta que encontrara una losa que debía retirar. El ser en cuestión, para animar a mi dubitativo ancestro, agregó que si lo hacía tendría una merecida recompensa.
Al principio, nuestro paciente abuelo, al que no asustaban mucho los seres de este ni del otro mundo, no hizo mucho caso, pero el insistente difunto molestaba tanto, que un día se hartó y comenzó a escarbar superficialmente junto al susodicho muro, el cual servía de división con otra vivienda ubicada más abajo y perteneciente a unos vecinos, igualmente de familia bastante numerosa.
Sorpresivamente, mi abuelo topó de forma efectiva con una losa, tal y como le había mencionado el multicitado espectro. Sin embargo, llevado por su intuición, detuvo el trabajo y decidió no continuar; pero al otro lado, en la casa vecina, quedaron huellas de la excavación, que dejó al descubierto otra losa. De acuerdo con relatos posteriores, de esa parte de la pared sí retiraron la pieza de cantera, apareciendo un hueco, ocupado por una caja o cofre de madera unida por herrumbrosos herrajes.
No sabemos si queda algún testigo de aquel suceso, pero según cuentan las personas con mayor edad del rumbo, la caja contenía valiosas monedas antiguas, que dieron a la familia vecina una súbita riqueza que le permitió ampliar y modernizar su vivienda, solo que —se dice— quien abrió el cofre enfermó repentinamente de un extraño mal del que no se pudo recuperar, debido al cual fallecería.
Lo cierto es que, al preguntarle a mi abuelo por qué no se había atrevido él a quitar la losa de su lado de la pared, explicaba que todo tesoro tiene un precio, y que él sabía, por haber sido minero, que los espacios que han permanecido mucho tiempo enterrados acumulan gases venenosos, los cuales dañan gravemente los pulmones, y a su entender en eso había consistido la famosa maldición de la momia de Tutankamón.
Hace décadas murió mi abuelo. Su esposa le sobrevivió bastantes años, pero también ya partió. La vivienda ha cambiado bastante; actualmente sus habitaciones, remodeladas, se rentan a estudiantes. Algunos duran poco, otros son más valientes, pero aún bastantes se quejan de que, repentinamente, sienten una pesada carga que les impide moverse, hablar y, a la vez, escuchan un sordo murmullo entre el silencio de la noche, hasta que logran superar el trance entre sudores, la respiración agitada y el miedo.
Al parecer, nuestro fantasma aún hace de las suyas.