Hace ya bastantes años, cuando recién entraba a la adolescencia, mi padre, que entonces tenía a su cargo una camioneta de la desaparecida Junta Local de Caminos (JLC), tuvo la atinada idea de llevar a su familia a un pueblito encaramado en una de las vertientes de la sierra de Guanajuato, sobre el camino al Cubilete.
Para llegar, al igual que hoy, se tomaba la salida a Dolores Hidalgo hasta Valenciana, por aquel entonces una comunidad somnolienta, a la que todavía no alcanzaba el crecimiento urbano. Justo a un costado de la hermosa iglesia del lugar, con su portada churrigueresca, está la desviación que conduce a la montaña de Cristo Rey.
Mi madre y su hijo más pequeño tenían reservada la cabina, junto a mi padre, mientras que el resto de los hermanos viajamos encaramados en la caja de la pick up, en una tarde húmeda, fría y neblinosa, envueltos en el fragante olor de la tierra recién mojada.
Desde siempre, jalonan la ruta restos de la era dorada de la minería: a sólo medio kilómetro, se ubica la entrada a la famosa mina de Valenciana, rodeada por un sólido muro en forma de corona, en honor a la monarquía hispana según los guías de turistas. Un tramo adelante, las ruinas de la mina de Guadalupe causan singular impresión, con sus contrafuertes que semejan estilizadas trompas de elefante.
El deleite visual continúa al pasar junto al Mineral de Santa Ana, donde la Presa de la Soledad convirtió en una península el núcleo del poblado. A partir de ahí, la vía asciende, curva tras curva, entre cerros cubiertos de matorrales interrumpidos por manchas boscosas y arroyos. El amplio horizonte atrapaba nuestras miradas y hacía del trayecto una delicia, pese a que en esa época transitarlo era mucho más tardado.
Cuando llegamos, la primera imagen que tuve de ese sitio fue impactante. Se veía desolado, una iglesia de cantera rosa dominaba la escena y contribuían a esa impresión las montañas de los confines, donde sobresalía la impresionante mole del Cerro del Gigante, uno de los más altos de la entidad, que produce un efecto hipnótico: en invierno, suele cubrirse con un casquete de hielo y lo recorren jirones de niebla que le dan un aspecto fantasmal; en días nublados, la distancia lo hace ver como un lugar fantástico. Yo lo imaginaba cubierto de espesos y virginales bosques y habitado por una fauna salvaje y exótica. “¿Aún habrá lobos allí?”, pregunté a mi papá, que solo me respondió con una comprensiva sonrisa.
A la entrada del poblado, que se llama Mineral de La Luz-, una cruz de madera enorme y carcomida daba la bienvenida. A uno y otro lado, se erigían grandes fachadas con marcos de cantera y añejos portones que daban entrada a casonas en ruinas. Las paredes derruidas dejaban entrever las dimensiones que tuvieron las habitaciones. Mas no se veía un alma.
El viento, que allí sopla con intensidad, recalcaba la sensación de estar en un pueblo fantasma… porque eso era, según confirmó mi padre. Un sitio que en tiempos lejanos habitaron miles de personas se había vuelto silencioso, solitario, pero muy atrayente. Mi asombro se acrecentó cuando comprobé que sus calles conservaban el trazo en damero (cuadrícula) de las ciudades fundadas por los españoles, y además estaban empedradas.
Al poco rato descubrimos que sí había gente, pero poca, muy poca. Sólo 15 familias, según supe. También me enteré que alguna vez fue cabecera municipal y que tuvo su propia casa de moneda. Las horas que allí permanecimos, la pasamos jugando entre los añejos árboles del jardín, subiendo y bajando los escalones del viejo kiosco.
Algo de historia
La Luz surgió a raíz de la explotación del primer yacimiento minero descubierto en los alrededores de Guanajuato, San Bernabé, en 1548, para alojar a los trabajadores y gambusinos que en tiempos coloniales llegaron por oleadas, con el objetivo de arrancar oro y plata a la tierra. Era tal la bonanza del subsuelo que, a partir de 1790, cuando se realizó la primera excavación, no dejaron de extraerse metales preciosos. El asentamiento creció paulatinamente en tamaño e importancia, al grado de que en 1846 alcanzó los 25 mil habitantes y se convirtió en municipio.
Sin embargo, los cíclicos vaivenes que suele padecer la minería, aunados a epidemias y a una larga sequía, condujeron a La Luz a una fuerte crisis, pasada la mitad del siglo XIX. El golpe de gracia fue la guerra entre liberales y conservadores, durante el breve II Imperio Mexicano que encabezó Maximiliano de Habsburgo, finalmente derrotado por la tenacidad republicana de Benito Juárez.
Con el triunfo liberal, compañías mineras norteamericanas, durante el gobierno de Porfirio Díaz, lograron reactivar la actividad extractiva, pero el movimiento revolucionario de 1910, y enseguida la Guerra Cristera, detuvieron en seco las operaciones y llevaron a La Luz a una nueva decadencia. Despoblada y empobrecida, perdió el título de municipio en 1929, igual que Pozos, su símil en San Luis de la Paz.
Las casonas comenzaron a derrumbarse, aunque muchas fachadas se mantuvieron en pie; el sol, el polvo y la lluvia erosionaron sus calles; la plaza principal se llenó de silencio y sólo unas cuantas personas se aferraron al terruño. Para principios de los años 1970, solía ser visitado por caminantes atraídos por su rareza, impregnada de nostalgia y abandono.
Luego llegó el turno de Hollywood. Tocados por su aura misteriosa, productores de cine llegaron a la comunidad para filmar, en 1972, la cinta La ira de Dios, con Robert Mitchum como protagonista y la última participación de la mítica Rita Hayworth. La película resultó un western más bien malo, pero proyectó internacionalmente al pueblo.
En los años 1980, la compañía Peñoles y la desaparecida Cooperativa Minera Santa Fe de Guanajuato realizaron nuevas exploraciones y, apoyadas en mejor tecnología, reabrieron varios yacimientos. Volvió la gente, no tanta como en los años gloriosos, pero la suficiente para que se reanudaran el comercio y la vida cotidiana.
Y volví yo.
En uno de mis primeros años como docente, me enviaron a trabajar a la comunidad Los Lorenzos, a unos 10 kilómetros de Silao, pero a la que también se puede acceder por la ruta al Cubilete, a través de un sinuoso y espectacular sendero que arranca cerca de La Luz. Dado que no había transporte, mis colegas y yo caminábamos una hora de ida y algo más de vuelta. Durante cinco días pasábamos junto al caserío minero. De esa forma, descubrimos las ruinas de un fortín que alguna vez sirvió como bodega para explosivos, así como de un viejo embalse con su cortina de piedra.
Más recientemente, el gobierno estatal decidió impulsar la zona mediante un programa llamado “Pueblos del Misterio” —versión local de los “Pueblos Mágicos” federales—. Si bien llevó a una renovación urbana del mineral, terminó con el encanto surrealista que llegó a tener cuando era pueblo fantasma. Sin embargo, aún vale la pena —y mucho— una visita. Su iglesia continúa como el edificio dominante. La calma que se respira allí revitaliza y los paisajes que le rodean son excelente pretexto para una agradable caminata.
En los alrededores, se descubren varios tiros, muy profundos, a orillas de las sendas de los arrieros, y muy cerca, en el poblado Sangre de Cristo, se yergue el antiguo panteón, con su espectacular portada de cantera rosa, sus tumbas ancestrales y sus añosos árboles, amén del espectacular paisaje que desde ahí se admira.
El impacto que me provocó ese paraje es uno de los recuerdos visuales que más huella me han dejado. Si es verdad que cuando llega la muerte pasan por nuestra mente los momentos más significativos que se han vivido, en mi caso ése será, sin duda, uno de ellos. Aún hoy, La Luz irradia un influjo legendario, mítico, digno de vivirse.