Inicio Equis Historia LA EX ESTACIÓN DEL FERROCARRIL, INMUTABLE LUGAR DE ENCUENTROS

LA EX ESTACIÓN DEL FERROCARRIL, INMUTABLE LUGAR DE ENCUENTROS

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La antigua terminal del tren vuelve

a ser crisol de convivencia citadina.

Hace medio siglo, las familias guanajuatenses solían reunirse en el exterior de la decimonónica sala de espera para recibir al tren, que llegaba cargado, más que de mercancías o pasajeros, de ruido y esperanzas. La vieja locomotora, originalmente impulsada por vapor y luego por diésel, apodada cariñosamente La Burrita, asombraba con su traqueteo a los más pequeños y desataba una ola alborotada de personas al ritmo del “chucu-chucu-chucu” de ruedas sobre rieles.

Era una especie de símbolo que daba certeza a la vida, un reloj móvil que siempre arribaba a la misma hora y afirmaba en la conciencia de la gente el pulso de una existencia regular, rutinaria pero segura. Niñas y niños jugaban, las señoras pasaban la tarde enterándose de los chismes más recientes, a la espera de los señores que salían del trabajo y llegaban allí por sus respectivas familias para volver al hogar.

La estación del ferrocarril de Guanajuato en el siglo pasado.

Aunque para entonces ya los autobuses se habían apoderado del transporte masivo, el tren recalcaba su prestigio e histórica importancia día con día. Por ello, Jorge Ibargüengoitia hace llegar en ferrocarril, desde la Ciudad de México, al estudiante Jorge Aldebarán, en su novela Estas ruinas que ves. Y por eso, la estación bullía de gente cada atardecer, como si los pocos vagones —dos, generalmente— transportaran a multitudes de viajeros, aunque casi siempre solo descendieran unos pocos.  

Un cabús, lo que queda del antiguo convoy.

En ocasiones, La Burrita remolcaba también algún carro-tanque o una plataforma con mercancías diversas, pero lo que nunca faltaba era el cabús, la cola del ferrocarril con su color amarillo mostaza, donde “echaban mosca” los jóvenes más atrevidos cuando la locomotora aminoraba el paso, antes de frenar para detener su marcha.

Las típicas casas de madera.

La modernidad acotó lentamente la importancia del convoy, que pasó de un color grisáceo con franjas rojas, a azul celeste. El tráfico se redujo a solo un viaje, cada día, rumbo a la Ciudad de México. El transporte dejó de ser Burrita y fue rebautizado como Constitucionalista. Más no duró mucho: la globalización dejó fuera de combate al tren de pasajeros. Taquilla, salas, bodegas y vías fueron literalmente abandonadas y con ellas desapareció el alborozo.

Los espacios vacíos fueron ocupados por un campo de beisbol y una cancha —pequeña—, de futbol. Un lánguido y reducido tianguis se asentó en la calzada de acceso. Por las noches, una oscuridad profunda se apoderaba del antiguo patio de maniobras; desaparecieron rieles y durmientes. Los vagabundos nocturnos encontraron refugio entre los andenes.

El abigarrado tianguis en el acceso a la estación.

Sin embargo, la Estación continuó siendo punto de referencia. Aun desolada, era ruta de paso para los vecinos de los barrios cercanos, senda hacia los Pastitos y vía corta al Pueblito de Rocha. Hasta que, un día, las autoridades de aquí y de allá se acordaron de rescatar la zona. Remodelaron inmuebles, modernizaron el terraplén y construyeron una nueva calle. Cual ave fénix, el área renació; paulatinamente, volvió la convivencia.

Las risueñas casas de madera, con sus pintorescas cercas, brillaron nuevamente. La antigua sala de espera, talleres y bodegas, se transformaron en flamantes oficinas, resurgió el comercio. Los campos de fut y beis dejaron su lugar a una plaza y a una cancha techada, respectivamente. Relucientes luces convirtieron el sitio en un paisaje nocturno digno de ser fotografiado. Se instaló un cabús como recuerdo, aunque repintado con controvertidos murales multicolores.

La moderna calle y la torre del agua.

El tianguis creció hasta volverse un auténtico mercado (eso sí, algo feo) y, en tiempos muy recientes, un paradero de autobuses, cuyas unidades llevan y traen pasajeros a y desde el sur, ha impreso una dinámica imparable de movilidad humana. En esas idas y vueltas, los guanajuatenses se reencuentran: unos van, otros vienen. Los enamorados se citan; los ancianos encuentran lugar para la plática y los menores hallan un patio para sus juegos.

El paradero de autobuses urbanos.

La ex Estación recibe a todos: grandes y chicos; viejos y jóvenes; comerciantes, burócratas, paseantes, con la misma hospitalidad que antaño, cuando el silbato de la locomotora alegraba y despertaba, tarde con tarde, a la aletargada ciudad que fue Guanajuato durante gran parte del siglo pasado.

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