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VALENCIANA: MÁS ALLÁ DEL TEMPLO

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Los alrededores del mineral parte ya de la zona

urbana bullen de actividad entre añejos muros

Su mina fue alguna vez reputada como la más rica del mundo. Según los imaginativos guías que “ilustran” a los numerosos turistas, con la plata allí extraída en tiempos de la Colonia alcanzaba para hacer un anillo alrededor del planeta, aunque no aclaran el eventual ancho de ese fantástico aro, así que los visitantes igual recrean en su mente una gigantesca alianza matrimonial que un argentífero filamento apenas visible ciñendo a la Tierra por el Ecuador.

Vistazo a la legendaria mina.

Lo que sí se aprecia claramente es el dorado brillo de los retablos de la iglesia de San Cayetano, erigida por don Antonio de Obregón y Alcocer, Conde de Valenciana y benefactor de la ciudad, tras una supuesta competencia con el rico empresario José de la Borda, de Taxco, para ver quién era capaz de construir el templo más hermoso de la Nueva España. El primero hizo el de Valenciana; el segundo, la esbelta Santa Prisca, joya del bello poblado guerrerense. ¿Quién ganó? Aún no se sabe.

San Cayetano, hecha en cantera rosa, comenzó en construirse en 1775 y finalizó en 1778, aunque faltaron algunos detalles, entre ellos la torre derecha. De estilo churrigueresco, el oro que cubre los retablos es de 24 quilates en el altar. Posee además un púlpito con incrustaciones de marfil y maderas preciosas, pinturas y órgano. Destacan también las figuras de San Nicolás Tolentino (patrón de los mineros) y San Ignacio de Loyola .

El deslumbrante oro de uno de los retablos.

Atrás del templo se localiza lo que fue el convento, que en 1867 albergaba al colegio de Santa María ―primero en América donde se enseñó simultáneamente latín, griego y hebreo― y actualmente es la sede de los departamentos de Filosofía, Historia y Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato (UG), con su amplio patio, arcada, fuente y aljibe de gruesas paredes.

Tanto la mina, rodeada por una muralla en forma de corona, como el templo, se ven por largas horas envueltas en un frenesí de actividad. Los visitantes son tantos que alimentan numerosos negocios de diversos tipos: joyerías, tiendas de artesanías, restaurantes, bares, puestos de comida. En un ir y venir continuo, turistas, estudiantes, comerciantes, guías y mineros convergen en un pequeño espacio lleno de voces y gritos.

El templo churrigueresco y el púlpito.

El acceso al camino que lleva a la mina y al cerro del Cubilete, al entroncar con la carretera que va a Dolores Hidalgo, ocasiona continuos embotellamientos que empeñosos “viene viene” se apresuran a destrabar, a cambio de algunos pesos. Los conductores del transporte urbano hacen verdaderos malabares para acomodar sus unidades, mientras que los choferes de los autobuses foráneos desesperan y hacen sonar sus cláxones, con lo que al caos vial se añade un ruido inútil.

Todo ocurre alrededor de muros derruidos y cuarteadas cercas donde las plantas han sentado sus reales. Pirules, magueyes, cactus, casahuates y otros representantes del mundo vegetal llenan lo que fueron ―quizá― espaciosos salones, cocinas, talleres o patios de beneficio de mineral. Ágiles lagartijas, ratas, insectos varios, aves y otros animales, entre los que no faltan perros callejeros, cruzan a los lados del camino sin hacer caso de las preocupaciones humanas. Abajo, en la cañada, pequeñas notas de color recuerdan que la ciudad está cerca.

Viejos muros, de pie o derruidos, abundan en los alrededores.

La fuente de la plaza de Valenciana no arroja agua; a cambio, sirve de parapeto y asiento a vendedores de agua fresca, antojitos mexicanos o piezas artesanales. Casi a un lado, se ve una especie de pequeña torre, literalmente perdida entre locales comerciales. Nadie le presta atención, pese a que es un símbolo de patriótica rebeldía: fue erigida en honor al padre Celedonio Domeco Jarauta. Nacido en España, este sacerdote luchó valientemente contra los estadounidenses durante la invasión de 1847 y se opuso a los Tratados de Guadalupe Hidalgo, que cedían al invasor más de la mitad del territorio nacional; desconoció al gobierno de Anastasio Bustamante y mantuvo una guerra de guerrillas que finalizó cuando fue capturado y fusilado en julio de 1848, justamente en el lugar donde se levanta ese obelisco, que le recuerda con una inscripción apenas legible por el desgaste.

La plaza y el obelisco dedicado al padre Jarauta.

Sin embargo, la Valenciana contemporánea es más que solo el antiguo poblado. Es también el camino ancestral que comunicaba con Guanajuato; las curvas que pasan por los filtros donde se potabiliza el agua de las presas de La Purísima y La Soledad; el amplio espacio deportivo del CEDAJ 2; los “museos” temáticos que muestran momias de cartón, instrumentos de tortura, tumbas hechizas y otros elementos de utilería relacionados con fantasmas, espectros, brujas y similares.

Y es, por supuesto, pese a las prisas del mundo contemporáneo, referente de un nostálgico y lejano pasado, aunque la mina de Valenciana conserve, siglos después, una capacidad productiva tan asombrosa que las nuevas exploraciones subterráneas todavía son capaces de provocar estruendos que estremecen la superficie, agrietan los vetustos muros aún en pie y enriquecen a los mineros ya no españoles, sino canadienses, que no piensan en lujosas iglesias, sino en extraer nuevas fortunas del fondo de la tierra.

Imágenes del pasado y el presente.

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