Estampas leonesas
Había una vez una ciudad con ojos de agua y lagos en su interior. Los mejores estaban por el rumbo de El Gigante o hacia Lagos de Moreno, pero para los rapaces lo cercano estaba en El Calvario, en Chapalita. Brotaba el agua allá por Los Olivos y por Piletas. Uno estaba al comienzo de la antigua carretera a Lagos y terminó convertido en pozo de agua dura que dejaba el cabello tieso y la piel ceniza. Otro estaba en la compuerta de lo que había sido la presa de Mariches, ubicada entre Piletas, San Antonio y la naciente Lomas de la Trinidad.
Ahí se juntaba el agua en tiempo de lluvias y era la oportunidad para amortiguar el calor con chapuzones en esa agua verdosa que con el paso del tiempo empezó a llevar “submarinos” procedentes de casas de las partes altas.
Hacia el norte estaban unos campos de fútbol y al brincar la loma estaban las empinadas calles de Panorama y Jardines del Moral, a donde también se podía llegar por el lado de la clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social.
En la zona donde hoy es la colonia Panorama, estaba el Vallado del Moral. El fotógrafo, escritor e historiador de ocasión, Armando Ruiz Vera, así lo describe:
“Antes de que existiera el fraccionamiento Jardines del Moral, la zona era conocida como ‘El Vallado del Moral’, a donde las familias solían venir de día de campo, pues era un hermoso paraje que cruzaban varios ríos y arroyuelos”.
Era esa zona, precisamente, la ideal para jugar con un transporte que generara más adrenalina que los patines del diablo y las bicicletas: la avalancha.
Los Reyes Magos se hicieron majes y nunca trajeron una de las solicitudes más constantes: una avalancha con sus ruedas grandes y su palanca de freno. En la tele salían las “Apache”. Se escribió la correspondiente carta y se colocó en el nacimiento, pero —como si se tratara de una petición a un político— nunca hubo respuesta favorable. Ni siquiera un miserable triciclo (que sí trajeron a mis hermanos más chicos). Iba a soltar una frase fuerte contra los Reyes Magos, pero alguien me dijo que no existen, que son los papás. Por eso, por si acaso el compa ése dijo la verdad, prefiero no decir nada.
Sin embargo, para esos casos de incumplimientos de Día de Reyes estaba la Línea de Fuego y por unos pesos fueron compradas unas gastadas llantas de diablito de carga y se les habilitó en una rústica plataforma de madera para llevarla cargando hasta el terreno que luego sería un parque. Las calles Fuego y Nubes aún no tenían nombre (o no sabía que así se llamaban). Por ahí, recién pavimentadas, con casas apenas en construcción, bajamos en esa “avalancha” sin dirección ni frenos, pero con la alta probabilidad de perder dientes y llegar raspados y hasta descalabrados a casa. Como se estilaba, cintariza por ensuciar y acabar de romper la ropa: “¡¿acaso crees que nos regalan los pantalones?!”. No quedaba de otra que comprar parches con la lengua de los Rolling Stones para ponerlo en la rodilla y despistar la rotura.
Lo que de niños no sabíamos es que en esa calle Nube años antes se había paseado la Mary Chessman. Así como ella, nosotros nos estampábamos contra algún objeto en la parte baja de la calle. Seguramente su ánima se burlaba al ver cómo rodábamos. Ella andaba en moto, nosotros en avalancha. La diferencia es que ella se murió y nosotros no.
Cuando la avalancha quedaba fuera de circulación por desarmarse antes de chocar contra un árbol, de Piletas, San Antonio y la Industrial íbamos a retar al fútbol a los “riquillos”. Sólo nos diferenciaba uno que otro güerejo y que estaban menos prietos que nosotros. Ellos sí tenían balón de cuero, “profesional”. Nos podían ganar los de otra colonia de la zona, pero no ellos, pues considerábamos que tener dinero era causa de inferioridad deportiva al no estar forjados “en la chinga”, como nosotros. Por eso, si ganaban, el partido podía terminar el pleito con golpes al primer pretexto. Curtidos en la refriega, ahí difícilmente había pierde. Luego me fui a estudiar a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, donde cursé las materias Economía Política I, II y III y Teoría Social I y II, donde leí a Carlos Marx y Federico Engels y supe que eso se llama “lucha de clases”.
Por eso tenía sentido cantar con José Alfredo:
Es mi orgullo haber nacido
en el barrio más humilde,
alejado del bullicio
y de la falsa sociedad.
O con Gerardo Reyes:
Yo nací sin fortuna y sin nada
desafiando al destino de frente:
hasta el más infeliz me humillaba,
despreciándome toda la gente.
Era el cliché de ustedes los ricos, malos e infelices, y nosotros los pobres, sufridos, pero felices. Gracias Ismael Rodríguez y gracias Pepe el Toro. Todos sabemos que tú no lo mataste, que eres inocente, y lloramos contigo cuando abrazabas y le gritabas “¡Torito, Toritooooo!” a ese bulto carbonizado envuelto en una cobija.
Colonias con calles de bellos árboles, pavimento y banquetas; de alumbrado público sin lámparas rotas, que invitaban al tour de amor, lo que obligaría baño, desodorante, loción y brillantina para esperar a que las trabajadoras domésticas salieran a comprar el pan.
¿Qué, no me das?
Si la respuesta era una sonrisa, ya tenías para presumir a la palomilla afuera de la tiendita o en las piedras del árbol de la esquina: “ya tengo novia”.