Inicio Equis Historia EL RETO DEL CEMENTERIO

EL RETO DEL CEMENTERIO

0

La antigua leyenda del estudiante que

desafió a la energía oculta del panteón.

Algunos dicen que se llamaba Felipe, aunque existen versiones que lo mencionan con un nombre diferente. Más no importa tanto la referencia, sino el relato de lo sucedido y la enseñanza que nos deja. Cuéntase que, a finales del siglo XIX, los estudiantes del entonces Colegio del Estado (hoy Universidad de Guanajuato), igual que hacen los jóvenes de todos los tiempos, se reunían en grupo, en sus ratos libres, para platicar, bromear, beber o con cualquier otro pretexto.

Entre quienes entonces estudiaban en la institución educativa, se encontraba el mencionado Felipe, quien no era particularmente simpático entre el resto de sus compañeros, porque alardeaba constantemente de inverosímiles hazañas y retaba a quienes lo escucharan a realizar ciertas proezas que él, supuestamente, ya había llevado a cabo… aunque nunca lo demostraba.

El panteón de Santa Paula a principios del siglo XX.

La llegada del mes de noviembre, vísperas del Día de Muertos, le dio la ocasión de fanfarronear nuevamente. Expuso a quienes quisieron escucharle un “divertido” plan: uno de ellos debía entrar al cementerio a medianoche, equipado sólo con su ropa y una antorcha, y permanecer allí hasta el amanecer, en una demostración de valentía. Como prueba, el elegido tendría que clavar una estaca de madera en el lugar donde pernoctara.

Para ello, citó a sus compañeros la noche del 1 de noviembre, en el exterior del panteón de Santa Paula. Acudieron seis o siete estudiantes, unos movidos por la curiosidad y otros por el afán de aventura. No obstante, por esos rumbos, entonces mucho menos iluminados, el viento aullaba lúgubremente y el frío calaba hondo. Felipe, con su gesto socarrón de siempre, pidió un voluntario para realizar la prueba, pero no contaba con que uno del grupo se atrevió a rebelarse y dijo que mejor lo echaran a la suerte.

La arcada en el interior del cementerio.

Aunque los presentes eran varios y la posibilidad de que resultara elegido no era muy alta, Felipe no quiso arriesgarse: adujo que no necesitaba demostrar nada, ya que para él eso era pan comido. Sin embargo, los demás le replicaron que, si era así, entonces no tenía nada qué temer. Todavía intentó esgrimir otras excusas, pero ante la firme postura de sus contertulios, se resignó a involucrarse en el juego y confiar en su suerte.

Lamentablemente para él, en esa ocasión la fortuna le fue adversa, por lo que resultó elegido para llevar a cabo la “hazaña”. Disimulando su creciente zozobra, intentó protestar, pero al final debió ceder. Se vistió la capa que en aquellos tiempos acostumbraban usar los estudiantes, tomó la tea encendida que le ofrecieron sus camaradas, así como la estaca que debía clavar como prueba y, compungido, exactamente a la medianoche se internó entre las tumbas del lóbrego camposanto.

La capilla del panteón.

El ulular del viento, el roce de las hojas de los árboles y los ruidos de la fauna nocturna le producían escalofríos; su mente divagaba y sus pasos eran vacilantes, pero ya no podía volver atrás. Trató de convencerse de que todo era normal y nada pasaría. Llegó al fondo del recinto, a un lado de donde se encuentra el pasillo de los arcos, junto a la capilla y casi frente al antiguo acceso al osario donde hoy se exhiben las momias.

Allí, temblando de frío y de miedo, se sentó sobre una tumba e intentó tranquilizarse. Recargado sobre la helada baldosa del sepulcro, pasó un par de horas. El sueño casi lo vencía, cuando un ruido a sus espaldas lo sobresaltó. Se levantó y giró la cabeza, pero no vio nada. Quiso volver a recostarse, pero entonces sintió que alguien lo aferraba fuertemente del hombro, por detrás. Presa del pánico, intentó correr y no pudo. Pretendió gritar, pero su boca no emitió sonido alguno. Después, imperó el silencio.

El viento ululaba entre las tumbas.

Pasaron las horas. Sus amigos, en larga espera ante la puerta del panteón, habían prendido una fogata para calentarse y se entretenían narrando relatos de terror. Nada escucharon durante el transcurso de la noche. Algunos, vencidos por la vigilia, dormitaban, y otros esperaban los primeros rayos solares para ver aparecer a su compañero.

Al despuntar el alba, uno a uno se espabilaron, se levantaron, desentumecieron sus miembros y estuvieron listos para recibir a Felipe. Sin embargo, pasó un largo rato y el susodicho no aparecía. “Tal vez se quedó dormido”, aventuró uno de ellos. Transcurridos varios minutos más, por fin se decidieron a entrar en la fría mañana.

La puerta del camposanto.

El sol asomaba cuando ingresaron. Atravesaron las veredas que conducen a la capilla y llegaron a la arcada. Allí, el espectáculo que presenciaron los petrificó: Felipe se encontraba parado, en actitud de correr, con un rictus de espanto en la cara y los ojos muy, muy abiertos, pero detenido por el faldón de la capa, sujeto al suelo por la estaca, misma que estaba clavada en el suelo…

El joven había muerto.

Artículo anteriorPAN DE MUERTO, MÁS VIVO QUE NUNCA
Artículo siguienteFIN DE CARNAVAL
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.

Salir de la versión móvil