Es uno de los templos menos conocidos de
Guanajuato, pese a su original estructura
Aunque se encuentra en pleno centro urbano, llama poco la atención. Tal vez porque no posee una fachada churrigueresca espectacular como la del vecino Templo de San Francisco o la del cercano San Diego. Y si no fuera por sus dos cúbicas y macizas torres, se confundiría con cualquier otro edificio civil. Para colmo, las rejas que rodean el pequeño atrio, rara vez abiertas, desalientan a quien quisiera curiosear hacia el interior.
La Iglesia tampoco brinda muchos servicios en ese emplazamiento. Escasamente es escenario de bautizos, presentaciones, primeras comuniones, 15 años o bodas, pues quienes protagonizan esos sacramentos prefieren el esplendor de la Basílica, la magnificencia de La Compañía o la solemnidad de Belén. Y sin embargo, ese sobrio inmueble es único entre los edificios religiosos guanajuatenses.
La inmensa mayoría de los templos católicos de México y del mundo poseen, a ojo de halcón —es decir, vistos desde lo alto—, forma de cruz latina, con un eje mayor que se cruza a la altura de la cúpula con el eje menor. En los países de creencia ortodoxa, predominan los que tienen aspecto de cruz griega, con los dos ejes del mismo tamaño. Las capillas más pequeñas, ubicadas en comunidades o barriadas, suelen ser mucho más simples y forman sólo un rectángulo desde la puerta hasta el altar.
Sin embargo, la Santa Casa de Loreto, la edificación a que nos referimos, es circular, o sea, redonda, aunque sus capillas laterales, algunos nichos y el altar interrumpan lo que de otra forma sería una perfecta circunferencia. Su construcción data de 1854, lo que explica que haya escapado a las elaboradas florituras del barroco virreinal y ofrezca, a cambio, un austero frontispicio de estilo neoclásico.
Situado sobre la Calle Manuel Doblado, el templo se anima particularmente cada Jueves Santo, durante el ritual conocido como “Visita de los Siete Altares”, cuando los creyentes forman una enorme fila para orar rápidamente y recibir, a cambio de un donativo, un manojo de perfumada manzanilla, antes de continuar el recorrido por otras seis iglesias, para recordar cada una de las etapas del martirio de Cristo, según lo cuenta la Biblia.
Al ingresar, a ambos lados se abren dos pequeñas capillas, una dedicada a la Virgen de Guadalupe, a Jesús Divino Preso y a San Judas Tadeo. La otra muestra a un cuadro algo tosco de San Francisco de Asís, lo que recuerda que una iglesia primitiva situada en el mismo lugar fue la primera sede de dicha orden en la ciudad, antes de que le fuera entregada la nueva, unos metros más allá. Otras interesantes pinturas adornan el muro circular, intercaladas con hornacinas en las que se yerguen imágenes de santos que parecen vigilar los pasos del visitante.
No puede faltar el púlpito de madera, de gran sencillez, ni el receptáculo del agua bendita, hecho de piedra y sostenido por una columna salomónica. La gran cúpula se asienta sobre un redondel de cantera rosa, adornado por columnas dobles que se alternan con ventanales. La pintura desgajada de la concavidad revela falta de mantenimiento y se extraña la falta de un candelabro que brinde luz por las noches y enriquezca la decoración.
Si de por sí los templos son lugares donde se impone el silencio, aquí esa percepción se acentúa. Como prácticamente no recibe visitantes, el fiel devoto que ingresa para musitar alguna oración encuentra un ambiente propicio. El bullicio exterior desaparece; durante el día, la luz penetra a raudales y, al fondo, un pequeño altar antecede al ábside, donde, en el sagrario, reina una pequeña escultura de la Virgen de Loreto, a la que se ha dedicado el edificio.
Al dar la vuelta y recorrer con la mirada el espacio, uno se da cuenta de que, aun en este lugar relativamente pequeño, hubo sitio para construir un coro, dotado de su correspondiente órgano. Quizás hace mucho que de los tubos sonoros de ese instrumento no sale nota alguna. O que los cantos gregorianos entonados por disciplinados monjes dejaron de escucharse, pero el ambiente místico de la Santa Casa permanece, envuelto en el profundo sosiego que le rodea.