A lo largo de un mes, gremios y cofradías de
Guanajuato agradecen los bienes recibidos
La primera señal es el cierre de calles. Repentinamente, desaparecen los vehículos de la arteria principal. La gente que desea volver a casa se resigna a continuar a pie, aunque no faltan despistados que esperan el transporte en los paraderos, antes de darse cuenta, luego de largos y tediosos minutos, que no hay autobuses ni coches en circulación, mientras los policías viales ni se dan por enterados.
La segunda señal son los tamborazos. Desde mucho antes de que puedan verse, el sonoro retumbar de las percusiones anuncia la llegada de las bandas de guerra. Sin embargo, los primeros que aparecen son los personajes del Torito: el Diablo, la Maringuía, la Borracha, la Muerte, el Ermitaño, el Caporal y el resto del estrafalario conjunto —no sé por qué— suelen encabezar las procesiones.
Enseguida, surgen las danzas prehispánicas, con sus coloridas, emplumadas y llamativas vestimentas. Algunos de esos grupos se detienen a dar una muestra de ritmo y agilidad a los espectadores, que para entonces han comenzado a alinearse en la aceras, atraídos unos por la exhibición, otros por curiosidad y la mayoría de las mamás por la insistencia de la inquieta chiquillada.
Quien organiza es la Iglesia, pero quienes desfilan, mayoritariamente, son trabajadores de los diversos oficios que existen en la ciudad. Según el tamaño del gremio es la duración y extensión de la fervorosa marcha. Las hay muy pequeñas y cortas, también las hay inmensas, pero todas se realizan por la misma razón: conmemorar la Coronación Pontificia de la Virgen de Guanajuato y, de paso, agradecer los favores recibidos en un año de labor.
La marcha inicia en la conocida “Plaza de las Ranas”, prosigue por las calles del Cantador y Pardo, antes de desembocar en la avenida Juárez, principal ruta del recorrido, que pronto se ve invadida por el estruendo de tambores y trompetas. De un tiempo para acá, se ha vuelto costumbre que los contingentes regalen dulces a los observadores, particularmente a los infantes, quienes los reciben con una gran sonrisa y una golosa mirada pintada en sus rostros.
A lo largo de todo el mes de mayo, tarde a tarde, se cumple el ritual. Alfareros y ceramistas, prestadores de servicios turísticos, cofradías de los distintos templos, taxistas, albañiles, fontaneros, ingenieros, arquitectos, maestros, comerciantes, la Presidencia Municipal, concesionarios y operadores de transporte urbano, adultos mayores del Inapam, electricistas, gaseros, obreros del sector automotriz, fotógrafos, escuelas particulares, bandas de música, empleados de bares y cantinas, jinetes y milicias (bandas de guerra)… todos tienen cabida y todos colaboran con entusiasmo.
El sitio de privilegio -no podía ser menos- se deja a la Minería, justo reconocimiento a la actividad que dio fama y fortuna a la localidad, así en nuestros días esté muy venida a menos y haya caído en manos de canadienses. El último domingo de mayo, los mineros sacan de túneles y galerías algunas de las máquinas que permiten extraer la riqueza de las entrañas de la tierra. Al ponerlas en funcionamiento, ante el asombro y deleite de los espectadores, provocan exclamaciones admirativas, no exentas de orgullo por vivir en una ciudad de cierta prosapia y abolengo.
El lugar de privilegio dentro de los desfiles es para una o varias imágenes de la Virgen, colocada sobre carros alegóricos o llevada en andas por esforzados cargadores. Atrás marchan no solo los trabajadores, sino sus familiares y amigos. Cada tarde es una mixtura de alegría desenfadada y mística devoción, que se cierra con una solemne misa en la que se pide por la salud de los participantes y porque el trabajo brinde, por un año más, los medios para responder a las exigencias de esta vida.