“La Norteña” y “La Cubana” son, desde hace
mucho, concurridos sitios para ratos de solaz
“Me invitas una copa… o te la invito…“
Muy cerca de Pastita, en la zona del Jardín Embajadoras, se asienta otra de las cantinas legendarias de la cañada guanajuatense: “La Norteña”, que desde el anuncio colocado sobre la fachada presume su antigüedad, pues refiere que en 1950 fue nombrado “Salón de la Fama”, por lo que, al menos, roza 75 años de existencia.
Durante ese largo periodo, este lugar ha tenido altibajos, pero sin duda ha corrido mejor suerte que otro antro vecino, que hacía esquina con la calle del Padre Belaunzarán, llevaba el fílmico nombre de “Río Escondido” y cerró sin remedio hace algunas décadas.
No obstante, la atmósfera de “La Norteña” sí ha cambiado. Tiempo atrás, predominaba la penumbra en su interior y era frecuentado por los guanajuatenses nocheros que buscaban una copa —o varias— antes de volver al hogar, y también por los bohemios nocturnos a quienes, a cualquier hora, se ofrecía un muy conocido “caldo de ladrillo”, consomé rojizo con dudoso contenido de verdadero camarón.
Actualmente, se ha convertido en uno más de los destinos estudiantiles de la ciudad. Modernizado, ofrece un aspecto sumamente agradable, ordenado, limpio, además de que ha mantenido el respeto a la esencia del mobiliario cantinero: una pulida barra de madera, con su tubo para apoyar los pies y la correspondiente escupidera.
Algo la emparenta con la extinta “La Perla”: la nostalgia por el rey de los deportes. Muestra numerosas fotografías de novenas míticas, aunque es de lamentar la desaparición de un mural, obviamente de tema beisbolero, que mostraba una jugada inconclusa, en la que un jugador se “barría” en home, perodejaba la incógnita de si la acción terminaba en out o en safe. Esa obra había sido creada por David Serafín, uno de los dos pintores que elaboraron los famosísimos frescos de otra cantina de rancio abolengo: “El Incendio”, hoy lamentablemente cerrada.
Las paredes mostraban también, en otros tiempos, sendos murales de callejones típicos de la ciudad: el del Beso, el de La Condesa y el del Tecolote. Ya no existen.
En nuestros días, predominan entre la clientela los jóvenes —hombres y mujeres—, aunque no ha dejado de ser visitado por adultos nostálgicos, académicos, trabajadores y gente del rumbo, incluso durante el día, debido a la intensa actividad comercial de la zona. Por ello, abre sus puertas desde las 11:00 horas, para cerrarlas a la 1 de la mañana, pues la inseguridad desaconseja aventurarse por allí a altas horas de la madrugada.
“Tómate esta botella conmigo…“
Metros más abajo, sobre la calle Sangre de Cristo, otra cantina revela que la zona es un baluarte de esos añejos espacios propicios para la charla alrededor de una mesa o en la barra, al calor de las copas. “La Cubana” se llama, fundada nada menos que en 1937, según presume un cartel ubicado en su interior, así que rebasa los 87 años de antigüedad. Mucho, muchísimo tiempo.
Lo que en “La Norteña” es afición al beis, aquí se vuelve admiración por Cuévano y algunos sus lugares icónicos: cuadros con fotografías en blanco y negro del magnífico Teatro Juárez, de la hermosa Escuela Normal, la Presa de la Olla, la calle de Pósitos, el Callejón del Beso. Además, en un marco, muestra una colección de billetes antiguos emitidos en nuestro país a lo largo de diversas épocas.
También la tauromaquia tiene un lugar destacado: programas de corridas de toros cuelgan de las paredes, complementados por anuncios de la fiesta brava, dibujos de faenas y otros tópicos de esa actividad que para unos es fiesta y tradición y para otros sólo un espectáculo sangriento y poco recomendable. Además, se muestran carteles de diversas ediciones del Festival Internacional Cervantino (FIC).
Administrada durante bastante tiempo por Don Bonifacio Galván (qepd), sus descendientes son quienes ahora se hacen cargo del negocio, que además rinde culto a la minería, antiguo motor económico de la ciudad: adornan los rincones cascos de minero y varias antiguas lámparas de petróleo o de las que funcionaban con piedras de carburo.
Aquí el ambiente es amigable. Atiende pocos estudiantes, pero muchos adultos, que hacen parada antes de llegar a casa, aunque tampoco es sitio para desvelados, pues cierra poco antes de la medianoche. La tenue iluminación incita a la intimidad, a la confidencia entre amigos, pero la alegría también tiene cabida, gracias a una rockola siempre lista para emitir la música que desee la dicharachera clientela que la frecuenta.
El cantinero, Evodio, que hace más de 30 años arribó a esta ciudad, relata que uno de los clientes habituales era un profesor universitario, de apellidos Flores Aguilar, tan fiel al lugar que una vez aplicó allí un examen a sus alumnos de preparatoria, mientras él degustaba su bebida preferida recargado en la pulida, hermosa y tradicional barra de madera barnizada. Eran otros tiempos.
Pequeña en espacio, pero sumamente acogedora, “La Cubana” ha resistido con vigor el paso del tiempo, así como la creciente competencia de los bares, antros y karaokes que se han asentado en las cercanías. Sobrevive, como un remanso de tranquilidad provinciana, pese a situarse en una vía de tránsito vial y peatonal sumamente intensos. Eso está bien.