Espacio para solaz esparcimiento de profesores y estudiantes del Colegio del Estado
Eran pasadas las cinco de la tarde y entré a la librería de la Universidad de Guanajuato, ubicada a un lado de sus famosas escalinatas. Algo se sentía, como que un vientecillo con rumor a barullo y un tufo alcoholero sacudía el ambiente. No era para menos: en ese lugar estuvo la cantina “La lucha por la vida”, en donde profesores y juventudes estudiosas del Colegio del Estado refrescaban el gaznate luego de acudir a clases.
En 1945, el Colegio del Estado de Guanajuato adquirió el rango de Universidad. Apenas cinco años después, las instalaciones del viejo claustro académico jesuita comenzaron a ser transformadas para dar lugar a lo que hoy conocemos como el Edificio Central de la Universidad de Guanajuato. Esa edificación acabó con un etílico lugar emblemático, propio de las formas de convivencia de la época.
Dolores Elena Álvarez Gasca, escribe en su texto Pasajes de una vida con la escalinata al fondo la descripción de ese espacio donde “La lucha por la vida” existía:
“Imaginemos el aspecto o la imagen de la zona antes de la aparición del Edificio Central. Veremos una serie de casas, cuyas alturas eran semejantes a las fincas antiguas que persisten en la calle llamada del Cerero (hoy Lascuráin de Retana), tal como puede observarse en las edificaciones localizadas enfrente o a los lados. Casas y fincas todas ellas más o menos homogéneas en cuanto al estilo y al partido: de dos niveles, con vanos verticales dominando las áreas macizas. Y de repente, al paso de menos de cinco años, los vecinos vieron surgir ante sus ojos un edificio gigante, enorme en cuanto a la altura y a la anchura, que se destacaba (como sigue haciéndolo) desde todas partes. Como no podía ser de otra manera, aquella aparición rompió con la homogeneidad de la imagen urbana de la ciudad que los guanajuatenses estaban acostumbrados a ver, y no a todos les gustó el resultado”.
Y añade:
“Entre las familias cuyas casas fueron derribadas para dar espacio a la construcción de la escalinata, menciona el licenciado Cortés Pérez a los Torres Barba, a los Villaseñor y a los Rodríguez. Según coincidimos, es de suponer que, para esas familias, la entrega de sus casas significó una gran pérdida y debe haberles ocasionado problemas de muy distinta índole. Y ocurrido todo eso a la par de la radical transformación de esa zona del centro de la ciudad, de la que dan testimonio las imágenes que acompañan esta crónica, una de las cuales nos permite saber que incluso existió un nicho, justo donde la cuesta de los Hospitales torna a la izquierda, para pasar por el arco que desde 1952 y hasta hoy sostiene a la escalinata misma.
“Como se ha podido observar, la construcción del edificio y su escalinata se vio precedida de un amplio proceso de adquisición de las casas de particulares que las poseían desde varias generaciones atrás; hasta donde se tiene noticia, solo en el caso de la vivienda ocupada por la familia Cortés Pérez (justo la situada entre el antiguo Colegio y la entrada al Patio Jesuita) se aplicó la ley de expropiación, en razón del retraso que sufrió el proceso usual al ser propiedad de la niña Eulalia con esos apellidos (luego conocidísima como “Lala Cortés”), ante lo cual se obtuvo su posesión “por causa de utilidad pública”, según el decreto publicado en el Periódico Oficial el 16 de mayo de 1954. Existen diversas fotografías tomadas a lo largo de las primeras cuatro décadas del siglo pasado en las que puede observarse con suficiente claridad el estado de la calle del Cerero, incluso ver con cierto detalle la dimensión de sus frentes, sus alturas y tipologías. Una sola de esas casas se conservó (parcialmente) hacia el interior y con algunos cambios en su aspecto exterior, y fue la de doña Josefa Teresa de Busto y Moya, en razón de su importancia simbólica. El resto de edificios habitacionales, una vez adquiridos con fondos del Gobierno del Estado, fueron donados a la Universidad de Guanajuato y poco después fueron demolidos para dar paso al edificio que hasta hoy alberga la sede central de la Universidad”.
Y llegó la modernidad
En 1950 inició la construcción del Edificio Central de la Universidad de Guanajuato. Para tal efecto usaron fondos del erario estatal. El gobernador era José Aguilar y Maya, el que era llamado “Gordo Villalpando” por Jorge Ibargüengoitia en Estas ruinas que ves. El rector era Antonio Torres Gómez.
Para febrero de 1952 fue concluida la primera fase de la construcción: la escalinata y el Auditorio General. El resto del edificio estaría concluido en agosto de 1955. Ya para entonces “La lucha por la vida” era sólo recuerdo.
El Edificio Central fue construido a partir del inmueble que ocupaba el Colegio del Estado y que se fundó sobre la antigua casa de la benefactora Doña Josefa Teresa de Busto y Moya. Previamente se había expandido al patio del antiguo oratorio de la Compañía de Jesús y fue ampliado hasta donde comienza la subida de la Calzada de Guadalupe. En ese proceso, espacios como la capilla del otrora hospital de Indios Mexicanos, fue convertido en el Salón del Consejo Universitario.
El nuevo edificio, proyectado por el arquitecto Vicente Urquiaga y Rivas, es una atrevida propuesta ecléctica en la que se conjugan elementos de diverso estilo como el toscano, el barroco y el renacentista. Su escalinata de 68 peldaños conduce al magno auditorio, en cuya fachada es posible apreciar el escudo de la Universidad de Guanajuato, una ventana mixtilínea que semeja un rosetón, así como cinco ventanillas, también mixtilíneas, que de lejos recuerdan a las celdas del panal con el que se identifica la labor universitaria. En todo el conjunto predomina la cantera verde y morada, completamente característica de la geología capitalina.
Las casas que a la postre serían derribadas fueron adquiridas en 1946, durante la primera gestión de Armando Olivares Carrillo como Rector de la recién formalizada Universidad de Guanajuato.
A partir del 20 de agosto de 1955, el nuevo edificio comenzó a distinguir el paisaje de la ciudad visto desde el mirador del Pípila. La magnificencia de su cantera verde quedó por encima de esa cantina pueblerina en donde convivían estudiantes de un colegio que fue primero hospicio.
Quizá hasta ahí llegue el ánima del padre Marcelo Mangas de la Ira, quien con su tenacidad no dejó morir al Real Colegio de la Purísima Concepción, mientras la mirada adusta y de reproche de doña Teresa de Busto y Moya observa desde el balcón.
Ánimas, que no amanezca, y que en ese más allá den botana y haya rocola.