Personas y personajes que dan vida al combate entre indios y “españoles”
Xicoténcatl Ulloa tenía 15 años cuando comenzó a representar a “El Pípila”, Adrián Herrera muestra la picardía de su papel de “cura”, heredado por su padre; don Simón es un pintor texano que ya no puede combatir, pero luce sombrero de indio y machete “ensangrentado”. Tiene treinta años en Santa Rosa y todavía no termina de dominar al idioma español, pero sigue firme en su amor a la mayor fiesta de la comunidad
María Ventura y Juanita son la parte femenina que sigue el legado de su padre, don Tomás Ulloa; Primo Lara es el indio de mil batallas, músico, actor y combatiente. Juan Carlos monta su cuaco de peluche, doña Margarita Robles borda morrales de manta para los indios y doña Mary es pionera en la venta de collares de tejocote.
Personajes y personas que son parte de la construcción de 90 años de fiesta tejocotera en Santa Rosa de Lima
Los veteranos
Don Simón García Reyes anda por los 90 años y vive desde hace treinta años en Santa Rosa de Lima. Nació en Texas, pero a la tierra vino, hizo lo que vio y se convirtió en indio tejocotero que tenía como distinción su gran sombrero, su gabán y un machete manchado de “sangre”.
Por encargo de don Tomás Ulloa pintó un cuadro que representa la toma de la Alhóndiga de Granaditas y es sacado cada año para adornar a la fiesta. Don Simón aprendió a pintar en Texas, pero también estudió en Inglaterra y Alemania. Aún tiene el acento “gringo”, pero es más mexicano que los tejocotes que crecen en esa sierra. Fue, junto con don Aurelio González, uno de los grandes impulsores y patrocinadores de la fiesta.
Primo Lara, el veterano de mil batallas, más de 40 años participando en la guerrilla. Se ha convertido en uno de los decanos de la celebración.
Y también para honrar a la memoria de don Tomás Ulloa está su hijo Xicoténcatl, quien desde muy joven representa a Juan José de los Reyes Martínez, conocido como el Pípila. Xico, como se le conoce, buscó fotos para ver cómo era el atuendo y la figura del héroe y se vistió acorde a lo que indagó.
Xico usó su primera loza de Pípila con la base de un lavadero “que me robé”. Se le rompió, consiguió otra, también de un lavadero —mismo que pidió a cambio de hacer uno nuevo— pero se la robaron en pleno centro de la ciudad, afuera del Palacio Legislativo. Ahora usa, como ya ha hecho, una loza de cartón. Eso sí, luce su antorcha y olla para la brea, mismas que lleva consigo y las usa para quemar una de las tantas Alhóndigas que hay por incendiar.
Un tejocotero relativamente veterano es José Juan Palacios Hernández, distinguido por ser el único que viste un atuendo de chinaco; fiel a la vestimenta de la época, viste estilo chinaco, con su chalequillo de cuero, chaparreras y paliacate. Lleva la pólvora en un cuerno, y porta su guaje con agua. También porta un muy antiguo mosquete. Ya no sirve, pero le queda bien con el atuendo.
Cuenta Xico que los indios tejocoteros vestían harapos y él les dijo que debían estar más presentables. Fue entonces que optaron por el atuendo tipo revolucionario. José Juan, en cambio, investigó en libros y con historiadores y viste chinaco, un chinaco nacido y residente en Santa Rosa, vestido como los soldados insurgentes y como los campesinos que vieron por ese poblado pasar al emperador Maximiliano en 1864.
Presencia femenina
María Ventura es la mayor de las Ulloa, siempre en su papel de india tejocotera. Juanita Ulloa, su hermana menor, a los 15 años fue la primera Juana Gabina… mujer. Resulta que antes de ella, era un hombre el que se vestía de la Juana Gabina, esposa de El Pípila. Era un hombre güero, muy guapo, cuenta Juanita, “y se lo querían robar”.
Este año, Juana Gabina fue una chica estudiante, Valeria, pero ya la hija de Juanita Ulloa pidió hacer el personaje y espera hacerlo en 2025, para lo cual recibirá el rebozo que don Tomás compró para el personaje.
“Mi papá me llevó a la tienda de don Aurelio y yo escogí el rebozo”, narra Juanita. Eso fue allá por 1980.
La nueva ola
En 2021 falleció Raymundo Herrera, quien durante décadas representara al cura que apoya al bando “español” en la batalla con las guerrillas tejocoteras. El 2022 lo suplió su hijo Adrián, quien mantiene el buen humor de su padre: si alguien quiere “confesarse”, Adrián porta un guaje con “suero de la verdad”, compuesto por un fuerte mezcal. Lo da a beber al penitente y luego le pide que ponga la mano sobre una “biblia” y que en ella aparecerán los pecados cometidos. Cuando abre la página del “libro”, entre las hojas están una serie de dibujos que ilustran el nivel de pecaminosos pecados del confesado. No puedo decirles en qué consisten las imágenes, pues —como dice Adrián—, son “secretos de confesión” que envidiaría Play Boy.
En la tradición religiosa de la fiesta no todo es felicidad: don Félix González, por ejemplo, fue el primer Cura Hidalgo cuando era joven y al final sí se hizo sacerdote y la plaza, hasta la fecha, sigue vacante.
Juan Carlos vive en la ciudad, pero tiene años como indio tejocotero. En esta ocasión fue parte de la caballería gracias a “montar” un burro de peluche. Se va a la sombra para no cansar a su montura y lo tranquiliza ante los truenos de los mosquetes y los cañoncitos. “Quieto, bonito, quieto”, lo acaricia mientras aclara que su cabalgadura se alimenta de pulque, cerveza, mezcal y whisky. Se nota que el animal está bien nutrido.
La vendimia
Carnitas, juguetes, gorditas, garnachas, enchiladas, sombreros, conservas, licores, dulces típicos, cerámica y tantos y tantos productos se venden en la fiesta, pero hay uno original y propio de la celebración: los morrales de manta para la indiada.
Margarita Robles Luna los hace y cose y borda a mano; nació y vive en Santa Rosa desde hace 61 años y narra sus vivencias: originalmente, los tejocotes eran usados como proyectiles, hasta con resorteras.
Ha vivido con intensidad la fiesta desde que era niña y sólo tiene un temor: los caballos, pues en su infancia vio como un hombre cayó entre las patas de las bestias y eso la dejó con una hipofobia de por vida.
Por todas partes pululan los collares de tejocotes. Los indios se hacían los collares a manera de cananas y los usaban como proyectiles, pero ante la ola de accidentes e incidentes, se prohibió que lo hicieran.
Entonces a doña María Rodríguez Cruces, quien tiene su casa-comedor casi a pie de carretera, se le ocurrió hacer los collares y venderlos a las y los visitantes.
Eso fue hace unos 20 años, comenta, y a partir de entonces otras personas del lugar siguieron su ejemplo. Ella es oriunda de Dolores Hidalgo (ahí nomás tras lomita) y vive desde hace veintiún años en Santa Rosa, con su marido. Este año la zona cercana al poblado se quedó sin tejocotes y tuvo que ir “hasta la presa” por la tradicional frutilla.
Comida y collares, fritangas y licor de membrillo. Tejocotes rojos y amarillos y una mujer emprendedora, así como les enseñó el cura Hidalgo en el pueblo de Nuestra Señora de los Dolores.
Son botones de muestra de los ecos de almas entusiastas que han dado y dan vida a una fiesta tejocotera que cumplió 90 años de existencia en su nueva era.