Era sábado 30 de noviembre de 2024, día en que la FIL Guadalajara abría sus puertas al mundo. El país invitado de honor fue España. Y el gran programa —tan solo para abrir boca y descubrir la grandeza de esta fiesta— anunciaba la presencia de Irene Vallejo firmando libros en un horario de 5:00 a 8:30 p.m. en la sala internacional.
A las 4:30 la fila para ingresar a la sala ya era grande. Por supuesto, me formé: ¿Quién se puede resistir a la posesión de un ejemplar de El infinito en un junco firmado por la brillante autora?
Aunque claro, no olvidemos que estamos en México, el país en el que la gente “no lee”. Ese México que en las estadísticas del INEGI no puede subir el promedio de 3 libros leídos al año por persona. Una etiqueta que nos ha perseguido por décadas. Y a pesar de ello, ahí estábamos, mexicanos en su mayoría, de todos los estados imaginables, con nuestro libro bajo el brazo; pero no, en realidad éramos pocos los que teníamos un solo libro bajo el brazo, muchos tenían los títulos completos de las obras de Vallejo. Una mujer llevaba una gran maleta arrastrando con ella, otras traían morrales con 5, 10, 15 ejemplares, los de toda la familia, los de las amigas, las vecinas, los compañeros de trabajo.
Nos dijeron que solamente pasarían 10 personas, sólo las que realmente tuvieran al menos un libro de la autora en mano, así que entró la primera decena a las 5:10, del otro lado comenzaban a salir quienes con cara de felicidad tenían ya su libro autografiado y la foto del recuerdo con la escritora en sus celulares. Después dijeron que solo pasarían 20 personas más, y luego otras 20. Y nadie más.
A pesar de ello, nadie se movió de la fila. Yo estaba entre las primeras 20, así que no me preocupé, y pensé que también saldríamos rápido de aquello. Finalmente, solo éramos 50 personas. Pero, al pasar el cerco de seguridad y dar vuelta al pasillo, había una escalera y, al bajar, un gran salón con una fila inmensa serpenteando hasta dejarlo repleto. Eran fácilmente unas 500 personas delante de mí. Recordé los tiempos del Covid y las inmensas filas para las vacunas, sólo que aquí no había sillas.
Cuando mucho estaremos aquí unas tres horas, decíamos para animarnos. La firma termina a las 8:30. La mesa con la autora ni siquiera era visible. Sin embargo, permanecimos estoicos, y sin avanzar, ¿Por qué casi no se mueve la fila?, nos preguntábamos, pero todo lo que veíamos delante de nuestros ojos era multitud. Y comenzamos a platicar unos con otros para pasar el tiempo.
El matrimonio atrás de mí era una pareja de maestros jubilados de La Piedad, Michoacán. Tenían con ellos no sólo todos los títulos publicados, sino cada edición editada, en pasta blanda, dura, e incluso la nueva, la ilustrada, que casi alcanzaba los 700 pesos por ejemplar. Los dos eran el segundo matrimonio del otro y ya tenían más de 20 años juntos. La mujer con la maleta venía de Aguascalientes junto con otro grupo de personas que también estaban formados, sólo que más adelante, dentro de su equipaje, traía 40 ejemplares de El infinito en un junco de sus alumnos. Era maestra de secundaria y esa era la novela que leyeron un mes antes.
También estaba la señora que vivía en Guadalajara y nos compartió los mejores tips acerca de dónde comer rico y sin tanta inversión, y el chico de Colima que estudiaba filosofía y había leído el libro tres veces.
Una mujer que llevaba su ejemplar lleno de etiquetas hasta las dos terceras partes, terminó la lectura de la novela en la fila, y cuando lo hizo, todos aplaudimos y la felicitamos. Ya nos dolían los pies, apenas si habíamos avanzado, y ya eran las 7:30. Entonces, aquellos que se quedaron arriba, inmóviles a pesar del anuncio de que ya no pasaría nadie más, llegaron corriendo por las escaleras, y todo el salón les aplaudió dándoles la bienvenida.
En una orilla de la habitación, en una mesa, estaban a la venta ejemplares de los libros de Irene Vallejo. Todos sus títulos disponibles, tan pronto como la mesa era llenada, se vaciaba, y llegaban con más cajas que igualmente terminaban vacías. Y es que, al compartir las tramas de los otros libros, obviamente todos querían leerlos también, y ya entrados en el ambiente, hasta el ilustrado, a pesar del costo, no había que desaprovechar la presencia del dibujante en la mesa.
Cuando el reloj marcó las 8:30, apenas habíamos recorrido la mitad del salón, nos dijimos que seguramente nos quedaríamos sin firma; a las 9:00 cerraban las instalaciones. Entonces, el esposo de la escritora dijo que no se irían hasta que el último libro quedara firmado, y una nueva ovación se escuchó.
A las 9:00 arriba de nosotros todo se quedó en silencio y se apagó. Solo quedábamos quienes seguíamos ahí, con las piernas adoloridas, un calambre en la cintura, las bolsas de libros comprados a lo largo del día empujadas con los pies a medida que avanzábamos. Aún no veíamos la mesa ni a la autora. Una escritora de novelas juveniles me miró y me dijo: “Qué loco es esto. ¿Por qué estamos aquí haciendo esto por una sola firma?”. Alguien más contestó: “Porque es la firma de Irene Vallejo, lo vale”. Los demás aplaudieron y comenzaron a gritar frases de ánimo y a reforzar la idea de que la mujer era una erudita.
Un hombre dijo que no había comido nada desde la mañana y de un lugar remoto filas adelante una bolsa de Nachos se empezó a desplazar mano a mano hasta llegar a las de él. De atrás un jugo hizo su aparición.
Una de las chicas de Aguascalientes se salió de la fila y se acercó a hablar con el marido de Irene Vallejo. Luego él nos pidió atención y nos hizo saber que el grupo de hidrocálidos debía irse porque su camión se iba en 20 minutos, nos preguntó que si los autorizábamos a pasar por sus firmas para que pudieran regresar con su cometido cumplido, todos accedimos y entonces fueron ellos, el equipo de la autora, quienes nos aplaudieron a nosotros. Y la fiesta siguió mientras la chica de los 40 ejemplares abría la maleta para ponerlos al alcance de la escritora.
Contamos cuentos de Cortázar, platicamos de autores latinoamericanos, de las universidades en México, de la guerra, de los eventos que estaban programados para otros días. De pronto, las conversaciones se volvieron más personales, más íntimas, y comenzaron las confidencias. Para entonces, ya habíamos compartido nuestros WhatsApp unos con otros.
Por fin, alcanzamos a ver el mantel cuando casi daban las 11:00 de la noche. Y nos emocionamos, el cansancio volvió a irse y nuevamente nos animamos entre gritos y porras. Cuando al fin comenzamos a pasar, nos despedíamos unos de otros con un abrazo, nos deseábamos buen viaje y la escritora, sonriente, amable, fresca, como si acabara de comenzar, seguía firmando libros y platicando con cada lector.
Finalmente, fue mi turno. Hasta que salí de ahí con mi libro firmado, me di cuenta de que caminábamos como si trajéramos pañal, por el inmenso dolor de nuestras pobres piernas víctimas de nuestros impulsos lectores. Lo habíamos logrado. Y orgullosos, llevábamos bajo el brazo, o dentro de los morrales, aquel tesoro con la firma de quien escribió cada palabra de este célebre ensayo dedicado a los libros.
Salimos en grupo, como buenos compañeros. Me sonreí, involuntariamente. Aquello había sido una locura. Una gran aventura en un lugar repleto de libros de todos los géneros, tamaños, formatos y colores en un país en el que la gente “no lee”, y, sin embargo…
Apenas era el primer día, aún faltaban 8 más con cientos, miles de historias por contar, además de las ahí escritas entre las páginas de aquellos libros que sí, alguien va a leer o ya está leyendo. Porque, aunque “no leemos”, somos capaces de hacer proezas como la de aquella tarde que terminó casi de madrugada, y que se quedará por siempre en la memoria de quienes ahí estuvimos.