Inicio Gente al paso AÑORANZAS E IMAGINERÍA EN LA CUESTA DEL TECOLOTE

AÑORANZAS E IMAGINERÍA EN LA CUESTA DEL TECOLOTE

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Los perros ladran, señal de que bajan por ahí las ánimas de los Insurgentes
Salieron de Hacienda de Burras procedentes de la Purísima Concepción de Zalaya.

La turba despertada por las campanas de Dolores se había constituido en ejército oficial. Unos cuantos a caballo y con uniforme del comando de su época: Los Dragones. La mayoría, desarrapada, con pocas armas y mucho coraje y gran sed de venganza.

Así llegaron a Guanajuato el 28 se septiembre de 1810, para entrar por El Tecolote. Eran 50 mil rebeldes que querían coger gachupines para acabar con su mal gobierno, en nombre de Fernando VII y con la bendición de la Virgen de Guadalupe.
Los comandaba un tal Miguel de Hidalgo y Costilla, señor cura de disipado vivir y vigor inaudito, respaldado por el capitán don Ignacio de Allende y otro valiente de nombre Juan de Aldama.


Una Cuesta que vale lo que cuesta
La Cuesta del Tecolote no era cosa menor en esa cañada que comenzó a poblarse en 1541, apenas 20 años después de la caída de la Gran Tenochtitlán. En 1548 fueron encontrados los primeros yacimientos de plata, lo que le empezaba a dar gloria y riqueza.

Esa cuesta era, para finales de 1550, el acceso más práctico al caserío, para sacar por ahí la primera plata explotada, conglomerado minero desparramado por el lomerío y asentado en la cañada que en 1557 recibió a la sagrada imagen, aportada y transportada por Per Afán de Ribera, duque del Alcalá, de la virgen María. En 1570, ese caserío era ya un pueblo. A pesar de su tamaño y riqueza producida, fue hasta 1741 cuando el rey Felipe V, otorgó a Guanajuato el título de ciudad.

Con el tiempo la Santa Fe y Real de Minas de Guanajuato tendría más caminos de acceso, pero El Tecolote era ya parte de su gloria y su historia.

Por donde salieron las primeras cargas de plata de Guanajuato, entraron los miles de Insurgentes.

Han pasado 212 años de ese momento. La ciudad vista y asaltada por los rebeldes se fue expandiendo, pero El Tecolote seguía en la memoria y un grabado de 1828, en donde un arriero bajaba con su recua, ilustraba su trascendencia. Esa imagen estuvo en los billetes de 10 pesos que circularon entre 1936 y 1978.

Con el pasar de los años y la llegada de la modernidad, la Cuesta del Tecolote fue elevada a la categoría de calzada. Su empedrado, siempre afectado por las bajadas de agua en tiempos de lluvia, ha tenido momentos de descuido y de reparación.

La vista a la ciudad de Guanajuato proporcionada por el descenso por esa vía, ha quedado casi anulada por la construcción de casas. Han podido más los intereses personales y el valor de la propiedad privada que el valor histórico de la Cuesta.


Pisad por donde pisaron los insurgentes
El recorrido por El Tecolote empieza en la carrera Panorámica, cerca del Mirador del Pípila. La primera sensación de entrada a ese mundo de historia lo da el arco que sostiene a la carretera, piedra sobre empedrado, que exige cauto caminar.

Es un descenso entre árboles, pero también entre casas con poca curia arquitectónica. Los sonidos de la ciudad retumban a lo lejos, mientras el ladrido de los perros avisa que es zona de riesgo nocturno.

Luego otra arboleda recibe al caminante. Para continuar y presenciar la barda de piedra que da forma el mirador. Continúa el empedrado y luego árboles y ladera a mano derecha y árboles y parte de la ciudad a mano izquierda.

Son varias curvas que hacen circulable el ascenso y más suave el descenso. Más perros ladran. Gente que baja lenta, para no caer, gente que sube lenta, para no cansarse.

Poco a poco empieza a asomar la ciudad y las casas aisladas, son suplidas por más construcciones que se empiezan a concentrar.


A la izquierda se vislumbra la magnificencia de ciudad: la cúpula del templo de la Compañía de Jesús domina el panorama entre el caserío multicolor. Banquetas y postes para electricidad y alumbrado avisan que la ciudad está ahí, a unos pasos abajo.

Y termina el empedrado, para dar paso a las primeras casas, pintaditas, adornadas, numeradas, al lado de un pavimento con pórfido, ajena a la piedra bola que le antecedió en la historia.

Desde un huequito se vuelve a ver la ciudad, con el templo de San Francisco en primer plano a la derecha. Al centro está el teatro Principal y a la izquierda vuelve a estar la Compañía, junto a la Universidad, la obra ecléctica que no verían Hidalgo y sus huestes.

Sigue el descenso entre casas de enjarres descarapelados por el tiempo y la humedad, que muestran entrañas de adobe bajo los desgastados tonos de pintura pastel.


Otras casas muestran la huella del grafiti que indica que hay vida urbana, bajo la placa que nombra a la Calzada del Tecolote e indica su papel en la historia de la ciudad y de México, hasta topar con el puente del Campanero, en un café donde las ánimas de Hidalgo, Allende y Aldama habrían de esperar a Mariano Jiménez y el Pípila, para que don Miguel escriba y mande con Jiménez las cartas de rendición al amigo don Antonio de Riaño y Bárcena, intendente de Guanajuato al que dolorosamente se le habría de dar muerte al atardecer, al pie de esa puerta de Alhóndiga que habría de ser quemada por el minero pecoso.


Ahí está la ciudad, a colores, con el saludo de Jorge Negrete. La imagino en sepia, como el grabado del arriero que baja por el Tecolote. Vuelvo la mirada y la Cuesta está ahí, convertida en un callejón más por donde bajan estudiantes a vivir la ciudad.
Alzo la taza de café y brindo por los Insurgentes.

—¡Haceos un lado! —ordena el Generalísimo don Miguel—, seguidnos porque vamos a quemar ésta y todas las Alhóndigas que impiden vuestra libertad.

—Nel, voy a Embajadoras para dar cobertura al desfile del 28 de septiembre. Además, el vandalismo no es bien visto por las buenas conciencias de Guanajuato. Está bien que se manifiesten, pero no tienen que dañar los edificios.

El Pípila me responde con una trompetilla.

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