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LA MISMA GEOGRAFÍA, PERO INTERNA

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Relatos no exentos de verdad, pero en sentido estricto casi absurdos

Acumulados los años de andar caminando los mismos senderos, algo dentro de la mente aprehende los detalles urbanos y a su antojo los mezcla con historias vívidas, muchas de las veces bizarras, dando como resultado relatos no exentos de verdad, pero en sentido estricto casi absurdos. Personas, situaciones, asombros y sensaciones, acaban por configurar escenas ancladas en la realidad citadina, la que se sabe al revés y al derecho, donde acaso se tuvo al alcance una oportunidad que debió dejar irse, sitios específicos donde se amonedó un anhelo y por eso tal vez quedó anclado en rumbo concreto.

Protagonista de las propias andanzas, cada persona es en su fuero interno un explorador, un degustador de sorpresas, uno que contempla en una materia distinta, interior, lo que sabe contemplar en el entorno. Es cierto que el paisaje inmobiliario no es lo esencial, pero no cabe restarle importancia, pues quizá cifra en sus formas (más y menos dispuestas) el temblor de un alma.

(Fotografía del autor)

* * *

Estoy en una calle conocida de Irapuato. Es la calle Pípila. Mi papá está allí con mi hermana. Platicamos muy animados. Parece que esperamos a mamá. Llega; pero está molesta. Es la última en subir al coche, uno de los grandes (Ford 51) que tenía mi papá. Él conduce. Mi mamá está a su lado, mirando hacia afuera, a lo lejos. Yo estoy sentando en el sillón de atrás, en medio. Mi hija, una que aún no tengo, está a mi lado. Digo entonces: “Hace mucho, mucho tiempo que no nos subíamos todos al coche” con un dejo de alegría. Me siento grande. Por cierto, ¿dónde está mi hermana? Siento con claridad que estoy incómodo, apartado, sin poder moverme.

* * *

Hay un templo inmenso. Está ubicado en la Calzada de los Insurgentes de Irapuato, por el rumbo donde solíamos estar parados, esperando, cuando desfilábamos en una fecha de importancia cívica durante la secundaria. Está por llegar el Papa y me han invitado a que funja como algo. Me dan una especie de batón cerrado. Pregunto qué voy a hacer; me lo explican. Debo ir al baño antes de que llegue el Papa y comience el acto. Busco un sanitario, pero no hay. Salgo a la calle. Pregunto. No hay. Le pido a un tendero de favor me deje pasar. Y accede. Entro a una herrería donde una mujer menuda tiene abiertos sus recipientes de comida. Los tiene junto a un wáter muy raro: de porcelana, pero doble, como si fuera una cajonera muy bonita. Cierra la puerta y el tendero me señala un wáter afuera, expuesto a lo público. Rebosado de agua oscura. Orino sin la bata, y se derrama el contenedor. Llega adonde estoy un muchacho diciendo que ya es tiempo de limpiar. Abre el wáter por abajo, igual que un bracero, y hace un fuego y lo alimenta. Dice que así se limpia. Voy de regreso al templo. Hay ahora un gentío. Me doy cuenta de que estoy entre los de la tarima. ¡La tarima! Entonces me pregunto cómo me verán quienes me conocen, tan metido en el catolicismo, siendo parte de sus rituales. Tengo la sensación de que todos me miran.

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En otro momento vi que desmontaron el gran distribuidor vial de la entrada de León como si tal cosa, para reparar quién sabe qué. Dejé el volkswagen sedán en que iba y me fui caminando calle arriba a buscar algo que necesitaba o me hacía falta. Y no lo encontré. De vez en cuando volteaba para recordar el camino, las calles. Luego me subí a un taxi, y resultó ser una pecera (se transformó en mis ojos) y yo estaba en el asiento delantero. Según yo, de regreso, a recoger mi coche. Pero quién sabe a dónde demonios estaba yendo. ¿La casa de quién era? Una casa artesanal, con aire antiguo, pero de pueblo pequeño. Allí vivía y compartía los días con mucha gente que ahora me parece desconocida. Y había una muchacha hermosa, de pelo abundante y enmarañado, que al despertarse y estar a horcajadas sobre mí, dijo: “Tú eres un peligro”. Juro que no tuve intención alguna hacia ella, salvo que estaba encima de mí.

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(Fotografía del autor)

Estuve sentando a un lado de la cama de García Márquez al despertarse. Una cama que se veía muy confortable. Él dormía, luego despertaba. Era Gabriel García Márquez, podía reconocerlo, aunque de pronto se transformaba y era mi padre. Yo le veía los gestos. García Márquez era muy gruñón, estaba quéjese y quéjese. La habitación era pequeña y todo estaba a su disposición. Yo insistía en buscar en su cuerpo la seña particular de mi padre. Y no, no la tenía. Se daba vueltas en la cama. Despertó. Yo quería platicarle mis historias, sentía que le interesarían. Pero él seguía quéjese y quéjese. Le pregunté qué era lo más difícil en su condición y me dijo: “No poder darme vueltas en la cama”. Me mostró. “Mira” me dijo. Se rodó en la cama, hacia la piecera, e intentó ver la tele. “¿Ves?” me dijo. “No se puede”. Quiso girarse y levantar su torso, y sostenerse la cabeza con la mano izquierda, el codo flexionado, para ver la tele, y me dijo “Mira, mira, no se puede”. Cada vez había menos cobijas en su cama. En una de esas rodadas quedó sobre un brazo y los dos recargamos cariñosamente nuestra cabeza. Entonces me fui saliendo de su cuarto pero vi a un hombre dedicado a oír deseos de viento, con audífonos y todo su equipo. Supe que trabajaba para García Márquez. “Me gustaría tener un trabajo así” me dije. Y supe que Gabriel García Márquez organizaba así sus fiestas, ya que él no se ocupaba más que de departir. Y estaba quéjese y quéjese. Las historias que yo quería contarle me parecían buenísimas. Venía de otro gran viaje, según yo. Había estado en la frontera norte, en el Río Bravo. Señalé en el mapa con un óvalo. Luego estuve en la playa del Mar de Cortés, allí donde hace curva interior California con Sonora. Y miraba qué bien lo había pasado. En una la fiesta popular y en la otra un gozo con el mar azul, los surtidores, lo yates. Me sentía muy animado. Cuando salí de la habitación, al cerrar tras de mí su puerta, volteé y había un perro y un gato apoyados en sus patas traseras: o querían entrar o querían salir. Los dos blancos y muy concentrados en la tarea. Mejor me fui por el pasillo. Salí del pasillo a una pequeña casa, que era la casa de mi abuela.

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(Irapuato, Gto. 1963) Movido por conocer los afanes de las personas, se adentra en las pulsiones de su vivir a través de la expresión literaria, la formulación de preguntas, el impulso de la curiosidad, la admisión de lo que el azar añade al flujo de los días. Cada persona implica un límite traspuesto, cada vida trae consigo el esfuerzo consumado y un algo que debió dejarse en el camino. Ponerlas a descubierto es el propósito, donde quiera que la ocasión posibilite el encuentro. De ahí la necesidad de andar las calles, de reflexionar en voz alta para la radio, de condensar en el texto la amplitud vivencial.

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