El viento riza el agua de la antigua presa y
afina la percepción estética de los sentidos.
Hace mucho fui a la presa de Burrones, cuando a sus riberas acudían pescadores improvisados que utilizaban cañas hechizas para capturar alguna carpa distraída o una lobina atarantada. Como existe la tentación gubernamental de ampliar ese embalse para levantar uno más grande, que eventualmente se llamaría “de la Tranquilidad”, decidí volver. Solo que a veces me surgen ideas extrañas y, en vez de llegar directamente por la ruta que todos usan, quise hacer el camino al revés.
Emprendimos así la expedición desde el antiguo Puente de Santa Ana, ubicado cerca del Tajo de Adjuntas, y echamos a andar sobre el lecho del arroyo, por el cual, en esta época de lluvias, corre un rumoroso y transparente caudal de agua no tan profundo. La imaginaria senda, que corre entre la arena y la corriente, se encuentra sombreada a largos trechos por pirules, casahuates, huizaches y otras plantas, muy frondosas en esta temporada.
El trayecto se recorre de manera más o menos fácil durante una buena distancia. Si acaso, debe cruzarse el río ocasionalmente, cuando grandes rocas o impenetrables macizos de maleza impiden el paso. Sin embargo, al llegar a la “colita” del embalse, el curso fluvial se transforma en un resbaloso y hondo lodazal que embarra calzado y pantalones, por lo que obliga a bordear la presa por la cuesta del cerro.
En esa ladera, bastante empinada, crecen solo pastos, matorrales pequeños, nopales, biznagas y otras especies vegetales apenas adheridas a la roca, por lo que la caminata se convierte pronto en aventura, ya que un resbalón en esas condiciones podría tener consecuencias funestas, pues sería casi imposible hallar de donde sujetarse, a no ser que uno pueda clavar las uñas en el granuloso peñasco.
Se establece en la conciencia el riesgo de rodar si se da un mal paso; la prudencia llama a hacer un alto para esclarecer la mente. De momento, la contemplación y disfrute del paisaje son relegados por la necesidad de buscar una ruta segura y llegar sanos y salvos a la meta. Varios sorbos de agua y algunos minutos de descanso permiten pensar con mayor claridad. Hay que avanzar, paso a paso, hacia arriba y en diagonal, hasta pisar terreno menos inclinado.
Las renovadas fuerzas dan el impulso definitivo. Unas decenas de metros más hacia la cima del cerro, hasta que, por fin, los pies se asientan con seguridad en una superficie, si no plana, sí menos escabrosa. Es ocasión de respirar hondo para liberar el estrés. Aún falta el descenso, relativamente fácil, hasta la cortina. Conforme bajamos, un espacio arbolado oculta a la vista tanto el agua como el añejo muro.
Por fin, se traspasa un claro entre dos árboles y se escucha el salpicar del agua. Las pequeñas ondas que produce el viento sobre la superficie acuática lamen las orillas, donde se mecen jaras y otras plantas ribereñas. El contraste entre la temperatura del agua y el soporífero calor del cerro producen un agradable vientecillo que alivia en algo el cansancio.
Hemos llegado a la Presa de Burrones. A riesgo de parecer exagerado, luce esplendorosa. El agua casi se desborda, más no lo hace porque el exceso cae por un lado, mediante una hermosa cascada grande y varias pequeñas, para continuar su camino, por varios kilómetros más abajo, hasta el puente Nochebuena, donde se une con el río Guanajuato.
Es hora de cobrar la recompensa por el esfuerzo. La vista es magnífica. Pueden recorrerse algunos metros sobre la antigua cortina y extasiarse con la contemplación de la líquida superficie. Al contrario de otros lugares semejantes, no se ve un alma, aunque se percibe que alguien ronda en las cercanías, debido al ladrido de los perros.
La presa de Burrones revela su antigüedad por el moho que cubre sus piedras y por su diseño: una gruesa cortina sostenida por anchos contrafuertes, que le dan un aspecto de muralla medieval. Antiguamente, regaba los extensos cultivos de lo que fue la hacienda de Santa Teresa, a través de un canal cuyos restos todavía son claramente visibles. La Revolución Mexicana, en su combate al inequitativo esquema económico del Porfiriato, puso fin a ese complejo sistema de regadío.
Por otro sendero se desciende al arroyo. Subimos por la colina contraria, donde se asienta un jacalón que funciona como resguardo para herramientas de labranza y como refugio para el encargado del lugar, un señor que nos recibe con amabilidad, pese a que un par de cintas a ambos lados del camino indican que el paso está prohibido por ser “propiedad privada”. Desde esa orilla, se puede admirar la caída de agua, los ennegrecidos muros y la extensión acuática.
Hay que darse vuelo con la cámara, que puede captar imágenes, pero no la esencia del lugar. La calma que transmite el líquido murmullo, el viento que pega en los rostros y revitaliza, el paisaje que extasía, todo contribuye a reconciliarse con un aspecto de la existencia que nos acerca a un primigenio sentimiento, mismo que se transforma en temprana nostalgia durante el regreso a la zona urbana, a través de un tramo de terracería que lleva al lindero de las colonias Las Biznagas y El Edén, aunque la mente siga fija en ese otro edén, más auténtico, llamado Burrones.