domingo, mayo 19, 2024
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EL RUSO LLEGADO DE TIERRA CHICHIMECA

Por Benjamín Segoviano / Federico Velio Ortega

Hombre cabal, hizo de la amistad sin cortapisas

signo de identidad en su andar por la existencia

“Ahora sí, sin remedio…”, fue el breve, doloroso y lacónico comentario emitido por Vladimir cuando recibió el diagnóstico médico que literalmente lo desahuciaba, luego de padecer terribles dolores durante los últimos seis meses. Apenas tres días después, falleció, debido a un cáncer maligno, repentino. Sin embargo, su deceso trajo a la mente de sus familiares, amigos y conocidos el recuerdo de quien siempre arriesgó todo por saborear al máximo cada instante de vida.

Su padre había llegado de Oaxaca y ejercía como maestro en el lejano municipio de Atarjea, cuando se enamoró de una joven lugareña, con la que se casaría y procrearía primero un niño y, posteriormente, dos mujercitas. El infante recibió el nombre de Vladimir Rogelio, ya que su progenitor —progresista, al igual que muchos otros egresados de normales rurales— era admirador neto de Lenin. Hernández González fueron los apellidos del recién nacido.

Siendo aún pequeño, la familia se trasladó a la ciudad de Dolores Hidalgo. En la Cuna de la Independencia Nacional, aprendió sus primeras letras. Cursó la primaria en la afamada Escuela Centenario, donde fue víctima constante de bullying sólo por la circunstancia de ser hijo de quien, para entonces, ya era director de la institución. Posiblemente en aquella época aprendió a defenderse con eficaces palabras, lo que resultaba más contundente que los golpes.

De guía en un campamento.

Pasó por la secundaria rodeado por amigos y por los numerosos libros de su papá, que ampliaron su visión de la vida y le proporcionaron una extensa cultura. Logró ingresar a la Preparatoria Oficial de la Universidad de Guanajuato (UG), en el plantel de la capital del estado. Fue allí donde recibió el apodo que le haría famoso y que nunca lo abandonaría: Ruso

Al igual que la mayoría de los adolescentes, comenzó a brincarse las trancas y a desafiar las estrictas normas sociales. Probó así las primeras cervezas, fumó el primer cigarro y también su porro inicial. El costo de esos desafíos fue alto. Ante la reprimenda familiar, tomó una decisión que resultaría determinante: dejó el hogar y continuó su vida en forma independiente. No volvería a la casa familiar hasta un cuarto de siglo después, en circunstancias muy distintas.

Apenas a los 15 años, en una ciudad que no era la suya, ante el reto de sobrevivir, suspendió por un año sus estudios para conseguir un empleo. Siguió así la ruta de todo estudiante pobre: desempeñó variados oficios, hasta que obtuvo un lugar como bibliotecario que, más o menos, estabilizó sus finanzas. Volvió al bachillerato, lo terminó y, congruente con sus inquietudes, se inscribió a la carrera de Filosofía, en la escuela de la UG localizada en Valenciana.

Obtuvo siempre notas destacadas, pero jamás buscó premios ni laureles y sí indagó sobre las respuestas a las interrogantes fundamentales de la vida. Asimismo, el amor juvenil lo tocó varias veces, pero aún faltaba para que consolidara una relación permanente. Una vez egresado, pasó primero por las aulas de preparatoria como docente, pero sus inquietudes iban más allá, así que aprovechó una oportunidad para laborar en el entonces naciente periódico El Nacional de Guanajuato.

El Ruso llegó como corrector al área de Diseño del diario. Posteriormente, tras una reorganización, pasó a ser editor. En la mesa de redacción se toparía con un grupo de compañeros con los que formaría un talentoso equipo de trabajo. Luego del aprendizaje inicial, no dejaría de crecer hasta convertirse en un baluarte del periódico, donde ocupó diferentes puestos a lo largo de una carrera de casi 30 años. 

Babel abajeña

La redacción del El Nacional de Guanajuato era una babel de acentos chilangos, norteños y guanajuatenses: de la capirucha, regios, de Irapuatu, de Leóóón, de Valli, lo que la empresa pirateó a otros medios y lo que reclutó para un periodismo político con pretensiones literarias. Vladimir se decía de Dolores para reivindicar la rebeldía independentista.

Entre esa pléyade de micropatrias estaban los que se hicieron con la cronológica empiria y los que nos jactábamos de ser universitarios. Junto a todos estaban los de la intelectualidad: la horda de Valenciana.

La Astronomía, una de sus aficiones.

Sus huestes fueron leales al origen y la identidad de esa escuela desterrada donde “eran vegetarianos hasta para fumar”. Entre ellos se distinguía Vladimir, erudito en las letras y audaz en cabeceo, pero que hacía honor a su nombre. Era El Ruso, auténtico bolchevique, de chamarra de lona verde, tipo militar, camiseta rockera, pantalón de mezclilla y a veces mocasines. Era una figura que parecía sacada de un libro de José Agustín. 

Fue jefe de Redacción, titular de Deportes, coordinador de suplementos políticos y deportivos y llegó a involucrarse en los aspectos especializados y técnicos: diseño, fotomecánica, prensa y hasta anduvo de repartidor en las madrugadas. Al mismo tiempo, su don de gentes, tolerancia y afabilidad lo hicieron amigo de gran parte del personal, con el que jamás desdeñó compartir momentos de solaz, fuera de las horas de trabajo, con tequila, whisky o cerveza como lubricante social.

Integró con algunos personajes, afines en gustos e intereses, un grupo de grandes amigos que perduró hasta su final. Se casó un par de veces y otras tantas padeció el yugo del desamor, pero jamás renegó de sus experiencias. En el intermedio, no faltaron otros romances, saboreados siempre con la intensidad con que vivía. Aún joven, adquirió el hábito de fumar, que a la larga resultaría fatídico.

Más triste, tío Cosa

Lentes pequeños, mucho rock. Chelas y ron y charlas que iban de temas literarios a la política. Eran los fines de semana, madrugada de sábado o domingo, después del cierre de la edición.

No transigía cuando opinaba, era contundente. Citaba autores que la mayor parte de los asistentes desconocíamos y los gritos entre licores y cervezas casi siempre terminaban en hablar de la dura vida de ser reportero, para pasar a cosas más personales, que no parecían suceder a ese joven delgado y de greña anarquista, que trastabillaba ante la amorosa petición de su compañera que con la mirada pedía etílica moderación. Escuchaba el drama laboral y ante la falta de remedio para la tragedia contada, sólo concluía con un “más triste, tío Cosa”.

Con Armando, uno de sus amigos de preparatoria.

A finales de los años 1990, “desapareció” El Nacional y dejó su lugar a periódico Correo. En el flamante diario, supieron reconocer su capacidad y profesionalismo, por lo que pasó a ser uno de los pilares de la nueva plantilla. Años después, salió de la empresa para radicar en León, donde se integró a El Heraldo, sitio en el que demostró, una vez más, sus reconocidas aptitudes.

Sin embargo, por los vuelcos que suele dar el destino, regresó a la capital guanajuatense. Nuevamente en Correo, innovó la sección de espectáculos y fue pieza importantísima en la elaboración de los álbumes conmemorativos por los 200 años de la Independencia y los 100 de la Revolución Mexicana. En esa época se reconcilió con su familia. Regresó para tratar a su madre de una letal enfermedad que él alivió, al menos moralmente, con una atención constante.

Poco más tarde, ocupó por segunda ocasión la jefatura de Redacción, hasta que abandonó su puesto y su empleo por un cambio en las estructuras y objetivos de trabajo. Llegaron épocas duras en lo económico. Fue quizás entonces cuando Ruso comenzó a perder interés en los paradigmas sociales imperantes. Dejó de frecuentar bares y reuniones multitudinarias, se concentró en sus lecturas y la música, se hizo de otra pareja y su día a día se volvió más apacible y menos estridente. Sufrió la pandemia de Covid en carne propia durante varios meses, pero salió adelante. 

Reencuentro

Como a mediados de 2023 fue el reencuentro. Ahí estaba parte de la vieja banda, en el Museo del Palacio de los Poderes. Canosos y con patas de gallo. Por motivos de salud —para cuidarla o como consecuencia de algún mal— casi todos y todas delgados. El Ruso mostraba las secuelas de la vida, pero no hubo queja alguna, sólo el saludo y la chanza y la pregunta de “¿dónde andas?”.

Cabello sin melena, rostro con lentes más grandes. La despedida fue un “nos vemos, tío Cosa”. El cabello abundante que dio lugar al sobrenombre ya es recuerdo. Tío Cosa usa sombrero y no enseña la calva.

Con la compañía ocasional de sus amigos más cercanos, estructuró un futuro para afrontar la madurez que lo alcanzaba. Un nuevo proyecto editorial, enfocado ahora en Internet, le permitió superar paulatinamente la escasez de recursos. Sin embargo, un golpe del destino truncó lo que parecía un resurgir de su brillante creatividad. Aquejado por antiguos malestares pulmonares, su cuerpo se deterioró paulatinamente durante el último tramo de 2023. 

Un cáncer agresivo logró doblegar su fortaleza y puso fin a su existir apenas iniciado el presente año. Su muerte conmocionó al medio periodístico. Sus decenas de amigos no podían creerlo y las personas más allegadas a él quedaron en shock. Todos reconocían en Vladimir, El Ruso, a una persona como hay pocas, alguien que puso siempre adelante los valores de la amistad y el amor por encima de cualquier ambición vana. Ese es su principal legado. 

Sus amigos en su despedida del mundo terrenal.

Descanse en paz

La segunda guardia fue la del gremio: la güera Alicia Arias, que lo amó en el pasado y ama en el recuerdo; Martha Camacho, la jefa con la que nos íbamos a libar en las madrugadas; Paco Picón, el entonces chavo redactor de crónicas y tocador de la bataca.

En la última esquina estuvo de pie el recuerdo del sabor a cerveza para hablar de El Perfume, de Patrick Süskind, para luego seguir con obras Saramago y Cortázar, mientras que el rock sonaba.

Llegó la hora de la consagración y el cuarteto se mantuvo de pie, en honor a ese irreverente camarada que hubiera hecho lo mismo.

Luego, afuera de ese templo de los rebeldes de la fe, los intelectuales de la Iglesia católica, los incitadores de guerrillas y revoluciones —sólo eso podía justificar una misa para vos—, posamos para mantenerte en la memoria, para honrar la evocación de las charlas y las pedas, del cigarro tras otro cuando fumar no era pecado.

Hasta siempre, camarada.

Benjamin Segoviano
Benjamin Segoviano
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.
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