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EL DÍA DEL INCENDIO

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El siniestro que una noche obligó a evacuar

Tepetapa, Tamazuca y callejones aledaños

Era 1970. Lo recuerdo porque en esos tiempos vivíamos en una vecindad de Tamazuca y escuché alguna vez, al pasar frente a la puerta del único inquilino con televisión, que Brasil acababa de ganar la final de la Copa Mundial de Futbol, por 4-1, a Italia. Entonces yo era muy niño para interesarme en el fut, pero intuía que era algo importante, porque todos hablaban de eso y muchos productos comerciales hicieron promociones del evento con figuras de plástico, estampas, corcholatas, etc.

Desde las partes altas del inmueble, habitado por varias familias, podía verse la gasolinera que daba servicio en el lugar donde ahora se encuentra la placita construida frente a los velatorios del DIF, así que todo el día y la noche se escuchaban los motores de los autos que acudían a ese lugar.

Los arcos de Tamazuca.

Bajo la amplia vecindad, construida en desnivel, corría el arroyo que descendía del Tajito de la Gloria, el cual en época de lluvias inundaba nuestro patio de juegos con agua revuelta con barro, en su descenso hacia el río que ya en esa época se había entubado y corría bajo la calle Subterránea. Aún circulaban autos por el estrecho camino que era Tamazuca, así que jugar afuera resultaba algo arriesgado.

Eso no obstaba para que los padres y madres de aquel entonces enviaran a sus hijos a realizar diversos mandados a Tepetapa, donde había (y hay) tiendas de prácticamente todo. Don Elías (cuyo hijo se mantiene al frente del negocio); Don Coco Murillo, Don Layos, Don Fello, Don Chano, eran los patriarcas del comercio del barrio. La panadería “La Luz” abastecía -todavía lo hace- al vecindario con el mejor pan de la ciudad. La cenaduría de La Campia –platicadora dama apodada así porque en un tiempo fue una luchadora campeona- ofrecía tamales, buñuelos y atole blanco.

Aún quedan dos de las cinco cantinas que había en los años 1960-70.

A la salida de la escuela, muchos niños hacían fila  frente a la tortillería “González”, la cual mostraba un interesante mural que tenía como tema al maíz y su importancia en la alimentación prehispánica, a fin de comprar el indispensable alimento y llevarlo a casa para la hora de la comida. Otros iban por un chocomilk inigualable, por solo 25 centavos, a un expendio de madera que había en la estación del tren.

Justo enfrente, por la tarde, el silbato de La Burrita anunciaba la llegada del ferrocarril con sus mercancías y sus pocos pasajeros, lo que era todo un acontecimiento. De ahí en más, la vida transcurría con esa modorra provinciana que muchos añoran. Lo que solía alterar la tranquilidad eran los ocasionales pleitos originados por el consumo de alcohol en las varias cantinas del rumbo. Había nada menos que cinco: Los Barrilitos, Salón Brasil, Guanajuato Libre, Aquí me quedo y otra llamada El Faro, escenario principal de este relato.

Tepetapa quedó sola.

Cierta noche, acabábamos de cenar (en familia, como se acostumbraba en el pasado) y nos disponíamos a dormir, cuando oímos el ulular de varias sirenas, una tras otra. La curiosidad se pintó en el rostro de mis padres. Al poco tiempo, notamos un barullo en el exterior; alguien tocó la puerta. Un grupo de personas llamaron a mis progenitores y todo el grupo se enfrascó en una conversación que no alcanzamos a escuchar, pero que debió ser grave, pues los adultos mostraban cara de preocupación y hacían aparatosos ademanes.

Al volver, papá y mamá urgieron a que termináramos de cenar, nos ordenaron tomar un suéter y anunciaron que teníamos que salir de casa y que, posiblemente, nos quedaríamos esa noche en el hogar de nuestra abuela materna, lo cual nos llenó de gusto, pues eso siempre era motivo de alegría, aunque sí nos extrañó que fuera a a una hora tan inusual. Así que mamá cargó con el bebé de turno y el resto de sus hijos salimos rodeados de incertidumbre, pues algo olía mal -literalmente- en el ambiente.

Tamazuca y Barrio Alto, dos de los vecindarios afectados.

Mientras salíamos a la calle, vimos que el resto de los vecinos hacía lo mismo. Algunos  llevaban pesadas maletas, otros jalaban con desesperación a sus hijos y más de alguno maldecía y renegaba. Parecíamos peregrinos en marcha. En el trayecto, mi mamá nos explicó a los mayores que se había volcado una pipa de combustible frente a El Faro, que se había incendiado y existía el riesgo de que explotara, así que habían pedido a todos dejar sus casas y alejarse del peligro.

No fuimos muy lejos. A a unos poco metros, apenas al salir a la calle Insurgencia, se alcanzaba a distinguir, hacia el puente de Tepetapa, una espesa humareda y un resplandor rojizo-anaranjado que pareció hipnotizar a los espectadores. La gran mayoría nos quedamos allí, en expectante espera, mientras los rumores iban y venían: que los bien equipados bomberos de Salamanca y León iban en camino; que las llamas podían alcanzar la gasolinera y parte de la ciudad volaría en pedazos; que había gente que se negaba a ser evacuada.

Los callejones de Navío y Mandato también fueron evacuados.

Según los decires escuchados entre la multitud, había gente de todo el rumbo: de Tepetapa y de los callejones del Mandato, Navío, Guamúchil, Tajito de la Gloria, Arquito, Barrio Alto y, por supuesto, Tamazuca. El aspecto de la multitud apiñada y temerosa era similar al que muestran las imágenes de refugiados que nos llegan por televisión o internet: rostros sombríos, cansados y preocupados entre los adultos; curiosidad o temor entre los niños. Las señoras rezaban en silencio.

¿Cuánto tiempo estuvimos allí? No lo recuerdo. Pudo ser solamente un par de horas, pero eso para un niño puede ser una eternidad. Muchos de los menores se habían dormido, acurrucados entre sus padres o sobre alguna cobija tendida en el suelo. Otros manteníamos los ojos y los oídos bien abiertos, aunque ya con el aburrimiento reflejado en la mirada. Muchas personas tomaron taxis y se fueron.

Banqueta Alta, muy cerca del sitio del suceso.

Por fin, una especie de clamor se fue extendiendo a lo largo de la calle. Nuestro padre, que hacía rato se había perdido de vista, reapareció para decirnos que el peligro había pasado y que podíamos volver a casa. Una especie de suspiro aliviado y general se percibió entre el gentío, una vez liberada la tensión. Lentamente, se levantó esa especie de campamento improvisado y poco a poco todos regresamos al conocido refugio que es el hogar y al calor de la cama. Dormimos como troncos.

Al siguiente día, lo primero que hicimos mi hermana mayor y yo, junto a otros de los niños y niñas del vecindario, luego del desayuno, fue correr a ver las huellas del desastre. Allí, frente a la ennegrecida fachada de la cantina El Faro, justo donde ahora se ubica la entrada del hotel “Mesón de la Fragua”, se encontraba la pipa culpable de la desazón nocturna.

Era una imagen extraña. El vehículo, que obstruía el acceso a la calle Banqueta Alta, parecía un enorme animal caído, un raro vestigio tecnológico en ruinas. Mostraba sus entrañas de hierro chamuscado y su depósito cubiertos de trozos de lo que parecía esponja. Después supimos que era la espuma con la que pudo extinguirse el incendio, ese siniestro que puso en vilo a todo un barrio en una noche setentera.

Por cierto, El Faro nunca más volvió a abrir sus puertas.

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