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EL RINCÓN DE LA CANTINA TRADICIÓN Y SENCILLEZ

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Aquí me quedo es un referente del ambiente

bohemio en Tepetapa; La Sirena, un jolgorio 

“Cantinero, que todo lo sabes
he venido a pedirte un consejo,
pero quiero que tú no me engañes,
no me digas que no eres parejo…”

(Cantinero – José Alfredo Jiménez)

Entre el puente de Tepetapa y el callejón de Tamazuca, una par de puertas -una abierta, otra cerrada- son el preámbulo a una cantina guanajuatense de larga data. En ese sitio hubo desde 1945 un negocio similar, de nombre olvidado, pero a partir de 1965 cambió de propietario y adquirió una denominación distinta: “Aquí me quedo”. Y sí, hay gente que se queda por un rato, para escuchar música entre copas.

Esta imagen presidió durante años el mostrador.

Desde que los clientes habituales recuerdan, dicho lugar ha sido siempre un pasillo largo, con la anchura apenas suficiente para dar cabida a la barra, el pasillo y unas cuantas mesas, entre las cuales se acomoda la sinfonola en constante funcionamiento con sus boleros, baladas, canciones rancheras, piezas norteñas o ritmos tropicales, pues es un espacio copado casi exclusivamente por adultos.

En pocos recintos como éste y el vecino Guanajuato Libre es tan notorio el sabor de barriada. Los clientes cotidianos habitan, en su mayoría, el vecindario. Pocos son los estudiantes y aún menos los turistas que lo visitan, aunque en una temporada no tan lejana fue el lugar ideal donde continuar la parranda nocturna, cuando al amanecer varios jóvenes y otros no tanto, ya entonados, lo llenaban hasta el último rincón.

Un arco enmarca el interior del Aquí me quedo.

En su larga historia de casi 70 años, desde que doña Cirila Saavedra Ávila adquirió el inmueble, ha tenido varias administraciones que le han impreso su sello propio. Al inicio, abría día y noche. Los usuarios entraban, algunos solo para tomar uno o dos tragos, otros se quedaban largas horas, hasta que el tiempo, la embriaguez o la falta de dinero los obligaba a salir, para volver días u horas más tarde.

En sus rústicas paredes o sobre el mostrador, presentaba cuadros o fotografías que ya desaparecieron, entre las que destacaba una imagen del ídolo Pedro Infante en el exterior de una cantina con el mismo nombre, set cinematográfico que quizá originó el de su símil guanajuatense. Eso sí, la barra se apega a lo clásico: lustrosa madera, tubo cromado para descansar los pies y, al mismo tiempo, permitir el paso del agua que limpiaba la pequeña zanja inferior que se utilizaba como dren.

Pinturas, cuadros y una rockola en contraste de color.

Hacia finales de los años 1990, se volvió la cantina de referencia para el after party. Aproximadamente a las 5 de la mañana de cada jornada, las siluetas de noctámbulos tambaleantes, platicadores o exultantes esperaban en las cercanías a que el cantinero abriera las puertas para continuar la juerga iniciada en otros antros. A esa hora, pocos eran los personajes todavía sobrios que entraban al local. Al borde de la cruda, unos solo pedían un Tehuacán, una “piedra” o algo que redujera la naúsea y el dolor de cabeza. Otros, de hígado más curtido, iban por tequila, mezcal, brandy o ron, según el gusto. Aunque casi todos mostraban ojeras, el sueño podía esperar.

La pandemia dio al traste con ese estilo de vida. El Aquí me quedo debió reinventarse y, después del gran paro a que obligó el Covid,  volvió con un horario más regular, no apto para vampiros. Además, tuvo una remodelación que modernizó su interior y lo dotó de una decoración mural novedosa. Subsistió gracias a los consumidores de la zona, aunque se extrañaron las alegres multitudes que lo atiborraban.

La larga barra y la pantalla para el futbol.

Mas fue difícil consolidarse. El costo de la vida y los insumos provocó diversos cambios de administrador, hasta que, hace muy poco, Marco Sánchez asumió el reto de tomarlo en sus manos y volvió a ponerlo en servicio, confiado en recuperar su importancia como lugar de consumo etílico. Para ello, encomienda a Ricardo Linares la misión de gentil barman y asume el trato amable a la clientela como paradigma.

Sonriente y esperanzado, Marco plantea que la batana del mediodía (desde siempre, un referente de esta cantina) sea un complemento a la oferta principal: cocteles con base en licores nacionales y extranjeros, la infaltable cerveza y un ambiente invitante para cualquier género y edad, sin que falten las piezas de un buen repertorio musical. En eso está empeñado.

El recinto de La Sirena

“Aquí estoy, entre botellas,
apagando con el vino mi dolor,
celebrando a mi manera
la derrota de mi pobre corazón”.

(Mi razónHomero Aguilar)

La Sirena, en los primeros metros de Tamazuca.

Pocos metros adelante del Aquí me quedo, comienza el callejón de Tamazuca, de arquitectura tradicional y continuo tránsito peatonal. Al terminar la rampa que le da inicio, un local de doble puerta aloja a una pequeña cantina. Se llama La Sirena y vende casi exclusivamente chelas, por lo que es más una cervecería, pero igual atrae a los caminante del área.

San Judas Tadeo preside el local.

Entre muros de piedra, su bancos y sillas suelen ser ocupadas por trabajadores de los callejones aledaños. No se quedan mucho tiempo, pero casi invariablemente destinan algunas monedas para escuchar música en la rockola, con géneros que van de las rancheras tradicionales a la cumbia y el regaetón, pues los chavos de la barriada también hacen valer sus derechos y sus gustos.

La barra aquí es pequeña.

Un altar a San Judas Tadeo, una barra pequeña y un refrigerador que se llena y vacía al ritmo de la demanda, completan el mobiliario. El lugar no parece gustarle mucho a los vecinos, pues la zona es habitacional, pero el caso es que tarde con tarde, hasta las 11 de la noche, es una alternativa para quienes se sienten cómodos en un sitio apartado de la ruta principal y que invita a la confidencia, la broma o el albur sin preocupaciones inmediatas.

Entre ambas puertas, surge la música.

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