La Piedra del Sol o Calendario Azteca es un monolito circular de 24 toneladas de peso. Tiene grabado el mito de los Cinco Soles, con el Nahui Ollin y el rostro de Tonatiuh, Dios del Sol, en el centro. Tiene grabada la fecha Matlactlihuan y ceacatl (13 caña), que equivale al año 1479 de la Era Cristiana, que podría ser cuando la obra fue concluida.
Con sus 260 días, divididos en 20 períodos de 13 días cada uno, el Calendario Azteca es una suerte de rompecabezas imposible de resolver. Pero… ¿qué secreto esconde detrás de sus complejos cálculos y sus símbolos misteriosos? La respuesta sabia se encuentra en la cosmovisión azteca, que veía al tiempo como un ciclo eterno de creación y destrucción.
Esta monumental escultura no servía a los antepasados sólo como instrumento para medir el tiempo, también la usaron como instrumento para entender el universo y su lugar en él. Hoy en día es uno de los mayores símbolos de nuestra rica herencia cultural y todavía nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del tiempo y nuestra relación con el universo.
Quienes lo admiran en pleno siglo XXI, pueden sentir el pulso de la historia de este país y logran conectar con la sabiduría de los mexicanos antepasados. El Calendario Azteca ha sido usado tradicionalmente en monedas y billetes de curso legal en México, y es símbolo y emblema de marcas, diseños de moda y los más variados objetos de ornato y uso diario.
Al consumarse la Conquista de México, esa enorme escultura de una sola pieza de piedra fue derribada y enterrada. Así permaneció hasta que la mañana del 17 de diciembre de 1790 fue descubierta a un costado del Zócalo o Plaza Mayor de Ciudad de México. Las autoridades determinaron que fuera colocada a un costado de la Catedral Metropolitana.
A finales del siglo XIX se trasladó al Museo Arqueológico (hoy Museo de las Culturas del Mundo) en la calle Moneda a un costado del Palacio Nacional. Y en 1964 se llevó al recientemente inaugurado Museo Nacional de Antropología e Historia, en Chapultepec, donde se acondicionó la Sala Mexica convirtiéndose en icono de la cultura mexicana.
Se considera fue creada por Axayacatl, sexto monarca azteca, es huella del camino de los mexicanos antepasados, pues muestra su ritmo social para conseguir sustento, venerar con fiestas a los dioses y asignar roles de mando y sabiduría. Además rinde homenaje a la cosmovisión azteca respecto al tiempo, que regía lo relativo al orden social y económico.
Lo más importante de la historia de los pueblos originarios del altiplano central, se narra en las expresiones de este monolito que por mucho es el más visitado y admirado en todo el país. Para los aztecas, en la construcción del mundo existieron cuatro eras anteriores a la actual, y cada una de ellas, en su nombre, cuenta por sí misma por qué se extinguió.
Su convencimiento de la marcha del Sol llevó a los mexicas a creer en la restauración de la quinta era, representada por el Dios Tonatiuh. La piedra explica la preservación de los rayos de la vida en cada sacrificio humano, por temor a que otro cataclismo apagara su realidad. Tal vez esta escultura se utilizó para recostar allí a quienes iban a sacrificar.
Los aztecas dejaron labrada en piedra su manera de entender el mundo. Actualmente su cultura es visible a través de ese monumento que replica los verdaderos mecanismos que se usaron para la medición del tiempo; complejo en su actividad, esclarecedor para poder entender nuestras raíces. La historia moderna de esta piedra fabulosa es fascinante:
En el año de 1885, los habitantes de la capital mexicana vieron con asombro los esfuerzos desplegados por un grupo de militares para desprender, del costado poniente de una de las torres de la Catedral Metropolitana, el célebre monolito conocido popularmente como Calendario Azteca. La idea era conducirlo al entonces flamante Museo Arqueológico.
De acuerdo con Felipe Solís, arqueólogo y maestro en Antropología, durante varias décadas numerosos interesados y estudiosos de las antiguallas mexicanas, precursores de la arqueología de hoy, solicitaron afanosamente a los gobiernos en turno que este significativo monumento del pasado prehispánico se resguardara y protegiera de la ignominia que padecía.
Dice Solís que, según los cronistas de la época, al estar expuesto al aire libre, la gente lanzaba inmundicias y fruta podrida al relieve calendárico. Incluso los soldados que en algún momento ocuparon el centro de la Ciudad de México a causa de las constantes asonadas e invasiones extranjeras que caracterizaron al México decimonónico, mataban el tiempo “tirando al blanco” al rostro de Tonatiuh.
Finalmente, el gobierno porfiriano, atendiendo las solicitudes, decidió colocarlo en un pedestal en el salón principal del Museo Nacional (antes Arqueológico). Con la llegada de la Piedra del Sol a ese recinto, en 1887 el presidente Díaz inauguró la Galería de los Monolitos, y desde entonces destacó como centro, núcleo y corazón del Museo Nacional.
La Piedra del Sol fue descubierta circunstancialmente por peones que excavaban el terreno para empedrar la plaza, el 17 de diciembre de 1790, en el costado sur de la Plaza Mayor. El monolito se hallaba con el relieve hacia abajo, de modo que a primera vista sólo se apreciaba la roca lisa, lo que hace pensar que la escultura no se hallaba in situ.
Por ello se ha dicho que fue removida de su ubicación original y, más aún, que después de la conquista de la ciudad indígena por los españoles, los sobrevivientes protegieron su diseño con una capa de cenizas volcánicas o arena, y así la salvaron de la destrucción. Desde que fue descubierta, la Piedra del Sol ha sido objeto de muchas publicaciones.
