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EL CAMINO DEL CALVARIO

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La ruta de Cata es, probablemente, la más larga

que se recorre en Cuévano para las “Tres Caídas”

Cuando yo era niño, lo recorrí varias veces en ocasión del Viernes Santo. En ese tiempo, el camino todavía era pura tierra; el pavimento llegó hasta que el gobernador de turno tuvo la feliz ocurrencia, para el vecindario, de irse a vivir por el rumbo. Mientras tanto, los fieles debieron andar durante muchas décadas sobre polvo, a paso cansino, detrás de las andas que llevaban las imágenes de Cristo con la cruz, de la Virgen y otros personajes del tremendo episodio de la crucifixión.

La larga caminata, bajo los ardientes rayos del sol primaveral, era cansada. A los infantes nos impresionaban los cargadores y cargadoras con sus túnicas y silicios de color morado, quienes resistían estoicamente el ardiente piso sobre el que posaban sus pies descalzos. Los “legionarios romanos” que acompañaban la marcha asumían una mirada turbia e infundían verdadero temor a los pequeños, pese a que sus cascos y espadas eran de utilería.

El antiguo puente del Divino Rostro, en San Clemente.

Previamente, las hacendosas mamás habían preparado el canasto con la cazuela de arroz, los deliciosos chiles rellenos y las infaltables tortillas, además de agua fresca. Si había dinero, existía la esperanza de que se pudiera comprar una Coca-Cola de vidrio tamaño familiar, la cual se vería hoy como una soda enana frente a los envases plásticos de hasta tres litros de refresco que se ofertan. Los papás se reservaban el derecho de comprarse una cerveza o un vaso de pulque.

En San Luisito es visible la división entre la calle y el río, ahora embovedado.

Asimismo, era algo aburrido para quienes no entendían ni jota de los largos sermones que el sacerdote dirigía a los pecadores feligreses. En cada estación, las apasionadas palabras del párroco, que ese día sí desquitaba el sueldo, llamaban a portarse bien, a amar al prójimo, a no mentir ni robar, a obedecer sin chistar a los padres y madres. El ejemplo del hombre que dio su vida por el mundo conmovía hasta las lágrimas a los creyentes más fervorosos.

El acueducto que cruza la calle.

Tres largos kilómetros, desde el cruce que conocemos como Dos Ríos hasta el templo de Cata, a paso de tortuga senil, ganaban indulgencias a los asistentes al Viacrucis, punto central de la Semana Santa. Es verdad que no era ni es el único templo donde se realiza dicha conmemoración, pues dentro de la misma ciudad puede elegirse la procesión hacia La Compañía, San Roque o San Sebastián. Y en los alrededores, tienen fama las que se efectúan en Marfil, Santa Ana, Santa Rosa o La Luz. Y ni se diga en el cerro del Cubilete, donde la representación con personas de carne y hueso llega a altos niveles de dramatismo.

En esta zona resurge el río.

Sin embargo, tal vez por el paisaje que caracteriza a la zona, o por ser el mineral más cercano a la mancha urbana, Cata atraía a una enorme multitud. Los viejos muros mineros que aparecen a trechos, los talleres de alfarería que entonces abundaban en los barrios de San Clemente y San Luisito, y que cubrían de arcilla rojiza el trayecto; la vegetación árida de los cerros que contrastaba con los frondosos cerros del río, forman un marco que, aun en el presente, atrae y remite a épocas lejanas.

Ahora, entre Dos Ríos y la ex hacienda de Luna, el área ha perdido parte de su aspecto pintoresco. Cierto que aún sobreviven la barda de las haciendas de Rocha y de Escalera, pero el tramo se ha modernizado bastante. Embovedado el río en esa parte, los comercios florecen; la primaria de San Clemente y el Instituto “Ignacio Montes de Oca” llenan cada día el espacio de gritos infantiles y bromas juveniles. Ya no transita el viejo camión de Don Gabriel; nuevas unidades y peceras llenas hasta el tope satisfacen hoy las necesidades de transporte.

Las norias que aún pueden verse en el camino a Cata.

No obstante, a partir de la Escuela de Artes y Oficios, regresa el paisaje rústico, que ni siquiera rompe la remodelada mina experimental de la Universidad de Guanajuato. Incluso el río reaparece, con su delgado hilo de agua turbia. Una torre enana y otra alta y bien conservada son sendas norias antiguas que captaban agua para beneficiar el mineral argentífero. Un acueducto cruza la calle, remanente de tiempos idos. Y un pequeño vagón minero recuerda las riquezas que allí se extraían.

El templo barroco del Señor de Villaseca, donde termina la ceremonia religiosa, aún sobrecoge con su capilla anexa, cubierta de piedras brillantes salidas de las minas, muestra de agradecimiento de los mineros por la protección divina brindada durante las arduas labores realizadas a muchos metros bajo tierra. Muchos de esos esforzados trabajadores son los que hacen penitencia tras las capuchas de los cargadores de andas.

Dos tramos de la ruta a Cata.

Lejos también ha quedado el bullicio de las noches de fin de semana que alguna vez tuvo la plazuela del lugar, cuando la discoteca llamada Sancho’s congregaba a buena cantidad de la juventud guanajuatense. Hoy queda la quietud, interrumpida solo por las risas y exclamaciones de los turistas o por el ruido del molino minero que, muy cerca, hace polvo las rocas con el fin de obtener los valiosos metales que hacen posible las comodidades de la vida moderna.

En Cata, al fin, culmina la pasión de Cristo, justo a la hora de los alimentos, aunque ya no hechos en casa, sino comprados en su mayoría. El luto de los fieles durará hasta el domingo, cuando se abra la gloria y se reanude la existencia cotidiana.

Junto a un remodelado puente, el convoy minero.

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